A veces no es sencillo caminar por la noche desordenada, contar los pasos sobre las cuadrículas de una acera angosta, cruzar una calle para escapar de esa clase de música que nunca se confunde en el silencio, recién evadido del estruendo de un bar donde las voces se disipan antes de que alcancen los oídos. A veces no es sencillo comprender la razón de la noche, ni la palabra que la noche [y el arrebato, y el alcohol, y el desvarío] ha sido capaz de pronunciar sin el menor recato. Cuando desertas de la compañía espontánea, de ciertos amigos, del ruido, de las copas, y te enfrentas a la calle deshabitada con la vista incrustada en el horizonte -lejano, gris, desnudo, solo-, asumes el curso del tiempo sobre tu cuerpo levemente inclinado, mientras bulle en tu cerebro la palabra injusta, la expresión intempestiva, el adjetivo más inesperado -anciano- aplicado a ti mismo por quien supusiste próxima en conceptos, adyacente en la idea, por quien imaginaste diestra en la certeza de que, si la carne se repliega, la inteligencia no envejece.
Escapado de su voz, abres los ojos a la noche desmadejada, a la concreción del silencio, a la soledad, que se torna incómoda y en la que no te reconoces. Cruzas la puerta de tu casa, una luz, dos tramos de escalera, el sonido de los pasos sobre el suelo de madera. Cuelgas lentamente la chaqueta en un armario, te descalzas. Recorre la estancia tu mirada, sin mirar apenas, un cuadro en la pared, tu cuaderno en la mesilla, unas gafas de vista cansada, un reloj, una cama tan ancha como solitaria. Abandonas discretamente el dormitorio, otra luz, el aseo, un espejo: tu estampa en su cristal. Ahora sí te reconoces.
Diez pasos más allá alcanzas el sillón almohadillado del estudio, lo ocupas y lo giras para afrontar la mesa de trabajo, libros, folios, películas, tu colección de plumas antiguas y, a la derecha, la pantalla del ordenador. Aprietas un botón y aguardas con la vista en la ventana, cortinas abiertas, persiana alzada, oscura madrugada. El monitor te avisa de que todo está dispuesto. Posas tus manos sobre el teclado, conectas el correo, apuntas una dirección electrónica y, más abajo, escribes:
“Mi gozo de niño con zapatos nuevos era tan insondable como mi emoción por un periodo que hice tan nuestro que, crédulo, supuse compartir con vosotros en tiempo y en espacio. Acepto. Consciente del desencuentro temporal y mental que hoy me ha sido desvelado. Inconmensurable. Me reubicas como anciano. Como lo que no seré. Ni en el destello de mi muerte. Pero como no pasa el tiempo, sino las cosas, hoy pasaron cumplida ya la madrugada. Entiendo. Sea.”
Ella acaba de jugar con los últimos rasgos de tu ingenuidad. Tras una corta partida, ha salido victoriosa, pero sabes que no era preciso ese envite, porque ahora te inquieta tropezar con aquellos que todavía te aman sin preguntar nada. Y ahora, aposentado en este hogar estrictamente tuyo, reposado en los años, ágil en el pensamiento, giras la mano izquierda hacia el cigarro y lo aspiras [fumas con exceso cuando escribes, expulsas humo y problemas por la boca que estorban al normal funcionamiento del organismo, ambos]. Luego desocupas la mirada y alzas el cuerpo del asiento. Tras colocar delicadamente el sillón diez centímetros debajo de la mesa das unos pasos, cruzas la puerta y encaras el dormitorio. Recuestas tu inteligencia en el lecho clandestino. Mañana habrás abandonado la borrachera de pronombres y el corazón, inapelable, volverá a ser un órgano contraído y dilatado por la sangre que le anima. Pero ahora, envuelto en el futuro que tuviste, te invitas al descuido.
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