sábado, 8 de agosto de 2009

Aves de paso


Como los japoneses, habré de no rozar, no tocar, no abrazar furtivamente. Si encuentro a un amigo, si saludo a un desconocido, si se me presenta la ocasión, deberé realizar una ligera inclinación de cabeza y decir ‘Hola’. Ahí quedará todo. Parece una sonsera, pero no. Las consecuencias de las pestes de los siglos XX y XXI nos conminan a ello. A usted, a mí, a vosotros. El virus del sida, primero, y la gripe A ahora han logrado su propósito: que si desde Plauto el hombre es un lobo para el hombre, a partir de ahora se transfigure en un extraterrestre, es decir, ajeno, intratable e intocable. Por si acaso. Con escafandra y en prevención de tontos accidentes de contagio. Los médicos madrileños me invitan a ello con un aviso que su presidenta, Juliana Fariña, califica de esperanzador y por eso lo ha pintado de verde en una gran pancarta: “No beses, no des la mano, di hola”. Si el sida me exhortó a desestimar los amores con una extraña, la gripe A me obliga a decirte: “Bésalas por mí” si Fariña te lo permite, porque yo ya no puedo. Todo muy cinematográfico, mis queridos Mulligan y Donen, pero exento de magia y sin technicolor.

Thomas Hobbes, en correspondencia con Plauto, consideró en el siglo XVIII que una de las notas características de la esencia humana es el egoísmo, por intermedio del cual el hombre mismo termina siendo su propio verdugo, es decir, un lobo para el hombre. Las pestes contemporáneas que han enterrado e incinerado a decenas de miles de personas, que han devastado y devastarán a la tribu de los desvalidos [como siempre], nacieron y nacerán precisamente por esta causa: porque el hombre es el único animal sobre este planeta que sabe devorarse a sí mismo, en consciencia. Una autofagia incomprensible, pero cierta.

Algunos sin medida y otros con ignorancia, viven como si el pasado no hubiera existido y el futuro no vaya a suceder. El presente se constituye para ellos como un estado continuo, en el que siempre es hoy, nunca fue ayer, jamás será mañana. Seres absolutistas que tienen el convencimiento de su eternidad. Y en la absurda creencia de infinitud, el sueño de su razón produce monstruos.

Monstruos como los que apestaron la segunda mitad del siglo pasado e infectan los primeros años del actual. Si algunos seres teóricamente humanos conociesen el rancio devenir de nuestra raza en tan pequeño planeta como éste, si anotasen en su cuaderno de bitácora las tormentas de alta mar que han sucedido en el curso de esta travesía varias veces milenaria, si releyesen con asiduidad las incidencias reseñadas, las catástrofes, las plagas, los exterminios acontecidos, tomarían conciencia de sí mismos, y el presente dejaría de ser ese estado continuo en el que dogmatizan, legislan, programan, proceden y destruyen como si fueran Luis XIV.

Somos aves de paso. Como los animales migratorios, nos detenemos en este planeta durante una temporada, más o menos larga según los casos y los acasos. Aquí descansamos, aquí nos alimentamos, aquí nos reproducimos y aquí emprendemos finalmente el vuelo hacia la nada más absoluta. Todo tan fugaz como el surco de un cometa. Ésta es mi verdad. No la de quienes, amparados en una utópica eternidad, alimentan su egotismo con el estúpido criterio de sucederse a sí mismos. Nada hubo antes que sus sombras, nada tras su paso. Con su actitud nacen los maleficios, las plagas y los consiguientes exterminios. El sida, la gripe A y cuantos horrores y fracasos nos aguarden en el futuro, les señalan a ellos como hacedores de la pandemia, como incitadores de la propagación.

La medicina es ciencia, no exacta, pero ciencia al cabo. En consecuencia y en obligación, ligada al hombre, pero disociada del humanismo y de las letras. Acaso por ello la presidenta de los facultativos madrileños tenga una explicación tan simple para los males de este mundo incivilizado. Fariña cree que, de vez en cuando, la Naturaleza nos asalta con un nuevo mecanismo. “Es lo que nos pasó con el sida”, dice, “son pestes del siglo XXI, aunque totalmente diferentes a otras como la peste negra que asoló Europa en la Edad Media”.

La peste negra causó la muerte de cerca de un tercio de la población europea en el siglo XIV. La pandemia fue provocada por las pulgas con la ayuda de las ratas. Animales repelentes que proliferaron sin control durante muchas centurias de penumbras. Pulgas y ratas que han sobrevivido a todos los intentos de exterminación llevados a cabo. Pulgas y ratas que, además, hoy han ascendido: visten abrigos tres cuartos y calzan borceguíes. Incluso, a veces, hablan. Sólo se entienden a sí mismas, pero hablan.

miércoles, 22 de julio de 2009

The seven year itch


Perdido en la concreción o quizás extraviado en la certeza, van pasando los días. Más de siete meses de silencio, porque sucedió así, sin premeditación; porque sería preciso acudir a la inconsciencia para entender la dejación. Me he ido lejos de las tristes leyes, en atención al lema que un día otorgué a este blog; quizás no tanto cerca de la buena tierra, porque sigo aquí, en este pequeña ciudad de estíos irredentos. Uno más y sigo aquí. Un verano distinto, sin embargo. Poseedor, no posesivo. Un tiempo que tomo como mío y no alquilo a otras voces, acaso como sucedió en los últimos años. Y me comprendo.

Por eso he regresado esta noche a la escritura íntima, escasamente transferible, de este blog. A seguir haciendo esa clase de historia que no se lee en los libros, a pulsar una tecla y otra, y una más, y detener la mirada sobre el monitor para pensarme y pensaros. Y otra tecla después, y luego otra, a medianoche, en verano y en mi casa. Reposado. Han tenido que transcurrir siete años para ocupar de nuevo las noches de verano con algo más intenso y personal que los ensayos airosos, los estrenos con bullanga y los caterines de barahúnda. Tiempo acontecido, irrenunciable y fértil, pero también irrepetible.

The seven year itch, concretamente. Atuso mis cejas, recorro con fruición mis labios y mis carrillos con media barba, desde el pómulo al mentón. Picor de los siete años. Había llegado mi hora, pero no fui yo quien lo supo antes que otros. Sereno, mas no extrañado, lo comprendo. Y recuerdo en esta madrugada a cuantos, desde su brutal clarividencia, me convocaron al éxodo. Y brindo por ellos, pero sin ellos. Por cuantos supuse, por cuantos me aludieron y por cuantos me han olvidado. Lo tienen merecido.

sábado, 17 de enero de 2009



No es una sombra lo que se acerca a tu casa, sino un hermano malherido que a duras penas sobrevuela el precipicio de la destrucción sin comprender nada; sino un niño muerto por la metralla repugnante, un ser humano sin infancia de caricias, un mismo nacimiento del dolor provocado por la ambición de domeñar la tierra de otros. Hombres, mujeres, niños y niñas degollados por el hambre, víctimas de la infausta, cruel fanfarria de la guerra, apresados en una franja de terreno tan suya como lo más suyo de sí mismos y, sin embargo, extranjera. Matados, asesinados a centenares sin saber porqué.

Gaza es un inmenso campo de concentración habitado por más de un millón de seres humanos empobrecidos, hambrientos, abandonados, expoliados. Blindada por la sangrienta ocupación israelí, la franja es un espejo en el que la codicia evita mirarse, es la ruindad de los seres supremos, de quienes tienen poder sobre la vida y deciden el modo y momento de la muerte de los indefensos. La franja es el horror cotidiano sobre el que pasamos de largo por temor a las malas noticias, por egotismo y cobardía. La franja es un cúmulo de vacuas intenciones, sólo eso, un revoltillo de declaraciones de artificio, un amasijo de negociaciones en sala noble y mesa de caoba, en almuerzo de cinco tenedores, en corbata de seda y traje imperial. La franja es otro ejemplo de la miseria del ser humano, lo innoble de su naturaleza, la hipocresía de algún político, la destrucción de la decencia.

Y tú, que has hecho un alto en la rutina para leer estas líneas, acerca tus manos a la inmensa sombra que se aproxima a tu figura: es un hermano inerme, un rostro tan doloroso como la plaga de bombas y misiles que asesinan a inocentes sin cobijo. Porque tú eres parte de esta tragedia que arde tan lejos y tan cerca. Pero tu silencio es la fiebre que castiga su cuerpo. Porque tu indolencia le ejecuta. Nada habría de resultarte ajeno y, sin embargo, la masacre deja de serlo para ti si asola tierra extraña: te conmueve la muerte de un hombre si es parte de tu entorno; la de centenares de seres humanos ajenos a tu vista e influencia, aniquilados por el odio y la estrategia, sólo es una página de un periódico que pasas con rapidez, o unas imágenes en televisión que te apresuras a enmudecer para que no ‘amarguen’ tus almuerzos.

Y así transcurre la vida, y así pasamos todos. Cobardes acomodados en nuestra covacha. Sin ser ajenos al dolor, lo entendemos únicamente si parte de nosotros mismos. Esquivamos al hermano herido que nos pide paso en el borde del abismo, cuya inmensa sombra se aproxima a nosotros famélica y doliente con sus piernas huesudas, como acuarelas de sangre que nada ordenan, que todo lo suplican y nada obtienen. Un hermano distante, otra raza, otra etnia que nace en el dolor, vive en la tragedia y muere sepultado por bombas y metrallas. Sin saber por qué ha nacido, sin saber por qué le asesinan, sin saber por qué ha vivido. Y no obstante, nació y vivió para que el odio y la ambición de poder de Palacio pudieran justificarse.

Sin alguien a quien negar el pan, sin alguien a quien matar, sin alguien a quien asesinar, sin alguien a quien arrojar bombas y misiles, las guerras no tendrían sentido. Porque el resultado de una batalla habría de medirse siempre por el número de seres indefensos muertos en conflicto. Millones de hombres y mujeres anónimos que, a lo largo de la historia cruel que hemos escrito, han sido el juguete terrorífico de mandatarios autócratas y de gobernantes democráticos.

Ahora la franja de Gaza, el perseguido pueblo palestino y los anónimos seres humanos que se arraciman en los asentamientos, se han cubierto de lágrimas, sangre, horror y muertos a centenares. Y sus inmensas, desconsoladas y harapientas sombras te acechan cada día, aunque sé que pretendes evitarlas. Pero has de comprender que no son una sombra, sino el solitario, desnutrido y pétreo abrazo de unos hermanos silenciosamente asesinados.


Si usted, católico apostólico, no desea divorciarse o si las directrices emanadas desde la fortaleza del Vaticano se lo impiden, no se divorcie. Estará en su derecho, será usted consecuente y pío. Las leyes del divorcio, del aborto y del matrimonio homosexual existen para que se acojan a ellas cuantos su sentido de la ética y de la moral [no religiosa] se lo permitan. A usted, católico apostólico, no le afectan, porque su concepto de la moral [religiosa] se lo impide. ¿Por qué entonces usted y sus más destacados líderes en la fe católica arremeten contra los que valoramos y creemos en la necesidad de estas leyes? Usted, católico apostólico, a quien me dirijo expresamente, ha pedido a los que no pensamos como usted que respetemos sus creencias religiosas. Lo hacemos. Lo haremos. Yo le demando a usted y al ortodoxo guardián de la fe católica en España, el señor Rouco Varela, que respeten nuestra forma de pensar y de vivir. Es poco pedir y, sin embargo, ustedes no lo entienden, no lo escuchan. Y siguen pretendiendo ser nuestros adalides. Esto raya en el descaro.

Desde el año 1978 España no es oficialmente un país católico, ni sus habitantes obligados a serlo. Ha llovido mucho desde entonces, pero da la impresión de que ustedes mantienen la creencia de que el nacionalcatolicismo no es historia. Sostienen un derecho torcido: pedirnos que respetemos su fe católica a cambio de no respetar nuestras creencias, de no aceptar que fuera de su círculo hay vida, a lo largo y lo ancho de este país, y que en esa vida estamos los millones de personas que no somos como ustedes y que no estamos dispuestos a que ustedes hablen en nuestro nombre.

Vive y deja vivir, ese es el lema que procuro aplicarme en cada momento. Con una facción o con otra, con los miembros del Opus Dei o con los jesuitas, siempre he procurado el diálogo, nunca el enfrentamiento. La respuesta de los más altos representantes de la fe católica apostólica ha sido y es, sin embargo, intolerante. La todavía reciente misa por la familia celebrada en la plaza de Colón de Madrid ratificó esa intransigencia, el anhelo incontrolado de arrogarse la representación de los que no pensamos, no vivimos, no gozamos como ellos. El cardenal arzobispo de Madrid, señor Rouco Varela, enarboló una vez más el fuego inquisidor para complacencia de los asistentes y arremetió contra leyes democráticas, aprobadas por el órgano que a todos representa, incluso a ellos: el Parlamento. Afirmó, por ejemplo, que la ley del aborto es “una de las lacras más terribles de nuestro tiempo”.

Uno de los asistentes a la misa alzó la voz para emitir un mensaje que todavía me acongoja: “Vamos a ver si arreglamos esto de la familia entre todos”. ¿A qué familia habría de referirse? ¿A la suya? Y si a la suya, ¿por qué hemos de arreglársela entre todos? Y si a la familia en general, ¿con qué autoridad lo pretende? Será acaso que los asistentes a la misa tienen la certeza de que son valedores y salvadores de todas las familias de este país, incluidas las miles que están alejadas de su fe religiosa. Será, pues, que quienes piden respeto para sus creencias son los primeros en no respetar las nuestras.

Nadie amenaza a las familias españolas. Cuantas conozco, que no son pocas, no se sienten amenazadas en su libertad ni en sus decisiones. Saben que las leyes del aborto, del divorcio y de los matrimonios homosexuales existen para garantizar su aplicación a los que las precisan, que no son ni serán los católicos apostólicos; lo cual es correcto, pues ése es su derecho: no aplicar en sí mismos lo que su fe religiosa rechaza. Y eso es congruente, o lo sería si no pretendieran que los demás tomásemos la misma senda que ellos roturan.

Es harto probable que yo nunca aplique en mí cuanto dos de esas tres leyes garantizan. Es seguro que no podré acogerme a una de ellas. Pero eso no significa ni ha de suponer que censure y menosprecie a aquellos que las utilicen en su beneficio o en su necesidad. Así es como miles, quizás millones de personas entendemos la libertad. Vivir como hayamos decidido, respetando las ideas del prójimo y asumiendo, como dijo El Gallo, que aquí “hay gente pa to”. Incluso para los intransigentes.