sábado, 20 de diciembre de 2008



Fueron unos amantes apasionados, intensos en el abrazo pero breves en el tiempo. La Natividad mitológica está en ellos, miles de años anteriores a aquellos de Belén que el cristianismo os invita a glorificar en estas fechas. Fueron Nut y Geb, impertérritos enamorados antes del principio de los tiempos, pero separados por Shu, el dios del aire en Heliópolis. Por eso, con la piel bañada en lágrimas, Geb clamaba al infinito. Tanto que su mano se transformó en piedra, y su rodilla levantada se trocó en montaña. Ausente de los secretos corpóreos de Nut, él sólo podía llorar. Los dioses supieron que su piel se convertía en dureza con la luz del día, y su lengua, y sus ojos, que antes del inicio de las épocas eran como la espuma en el nadir.

Geb prefería la noche, cuando escondía entre sus rodillas al astro Sol y su apasionada Nut descendía hasta él para hacerle el amor [miles de años antes de que el Niño hubiera nacido], cuando conformaba un ovillo con Nut que flotaba en el infinito, envueltos en su propio Caos, pero siempre unidos. Porque ellos eran el mundo y las horas.

Pero Nut se debía a Ra, su esposo y su dios irascible, quien decretó que ella no podría parir durante los 360 días del año de Heliópolis, y mandó al aire que los separara bruscamente para que no pudieran estar unidos. De este modo, Geb fue relegado a permanecer tumbado en el suelo, y Nut obligada a arquearse sobre la tierra. Shu, el aire, se situó entre ambos. Desdichada, Nut pidió la ayuda de Thot, el dios de la Sabiduría, quien robó parte de la luz de la Luna para crear cinco nuevos días, e hizo así que el año tuviera 365 días. Cinco durante los cuales Geb y Nut pudieron ser unos amantes apasionados, intensos en el abrazo pero breves en el tiempo.

Desde entonces, acaso tú también habrás observado a Nut cuando alzas la mirada hacia el nadir en estas fechas, porque ella nunca se oculta, pero quizás no la hayas visto completa, en su total desnudez, porque su desnudez total es algo que sólo intuye el ciego, el mendicante, el feto en el seño de la madre. Si un día tú pretendes abrir enteramente los ojos para contemplar sus secretos, se ocultará a tu mirada y cegará tus retinas.

Sin embargo, Geb la conoce y la tienta, pues sabe algo que tú nunca has adivinado: que la envidia y los celos les acechan en el infinito donde moran, desde que rodaron en el espacio sobre el maremagnum de asteroides. Y que ambas se introdujeron en sus cuerpos como una cuña en la madera.

Geb recuerda que posó sus manos sobre el vientre de Nut y la apartó de él, llevándola fuera de su alcance. Y la levantó. Y luchó largo tiempo con la envidia para defender a su mujer. Pero fue vencido y por eso llora.

Ahora el único contacto con su cuerpo son las uñas de sus manos y de sus pies. Y él se lamenta porque ha dejado de ser el Caos. Porque Nut y Geb son ahora el Cielo y la Tierra.

miércoles, 10 de diciembre de 2008



Por la noche registras los recuerdos para comprender súbitamente que las palabras dichas, las voces escuchadas, están amarillentas y que todos los minutos de tu vida se funden en la oscuridad. “Tendríamos que guardar el dolor para la luz del día”, escribió Patricia Highsmith. Recuentas tus episodios menos expresados y todos preguntan por ti, por tu sonriente soledad. Y la vida pasa. En la superficie de los cuerpos, las noches van dejando minuciosas heridas, una memoria amarilla con la que delatas viejas imágenes fijadas en el tiempo. Pero el tiempo no es sino una copa de cristal donde la luz se teje y se desteje siempre a sí misma.

Por la noche, una levísima fuga de luz resbala por las hojas del membrillero, crecido en tu jardín de las Hespérides. Ambarina, esa luz es otro río de Heráclito en el que nadie puede bañarse dos veces. Fluyendo, el fulgor transforma la sustancia de todos los seres que acuden a tu memoria. Y entonces el tiempo, en la oscuridad, es una copa de cristal.

Te dejas vivir, sencillamente. Cuando a veces te duermes para nada, algo inaudible te despierta: los mares de arena de Sorolla, las profecías amorosas de Garcilaso, las costumbres de olvido de Cernuda, los salmos ensangrentados de grisura de Evtushenko [“La grisura es una prostituta necia y las pasiones no le son ajenas”]. Abres los ojos a la desmesura, al arte de las cosas, al diluvio de nombres en tu lecho. Y te dejas existir enrevesado en el aire que define la distancia entre tu cuerpo y las pasiones no vividas, acuñadas solamente entre tus manos cordiales. [Y yo quiero evocarte, mirar lo que tú mirabas detrás de los cristales de la noche].

Lloras permanencias de recuerdos, reintegrado a las fechas, iluminado por un sortilegio temporal que vierte su resplandor sobre la sábana. Has existido en decenios de vidrio, has escrito sentencias que hablaban de palomas, de ángeles caídos, de abanicos abiertos aunque tristes, de ríos expuestos al tapiz de la llanura. Y al cabo te desconoces. Y cada palabra es extranjera en este país oscuro que te habita. Y tú no lo comprendes.

Porque has recorrido los años colmado de intemperies, ahíto de perfecciones ajenas y abrumado de esbeltos escaparates con la dignidad en venta. Y uno tiene conciencia de tu pena, que no es única, cuando vuela súbitamente entre la noche el enjambre de propósitos, rotos por la metralla inútil. Y uno tiene constancia de tus sueños, incomprensibles signos sin cordura [como esto que ahora escribo] para cuantos de ti sólo conocen tu lenguaje de los días, el sentido de tus actos en la luz de la mañana, sin saber de tus heridas nocturnas, de tu memoria amarilla que se oculta sin pudor bajo la almohada.

Por diferentes motivos, la noche sigue siendo oscura. La ciudad maldice como siempre tantas cruces grabadas en el pecho de los vivos, que ahora duermen ajenos a su olvido: ya no hablan el mismo idioma que el verano. A ti, palpitante todavía bajo la oquedad de la sábana, no te preocupan tanto las pequeñas virtudes con chistera que saludan a tu caminar cada mañana, ni tienes mucho que decirles. Porque has supuesto que en alguna parte de tu vida tendrás que abandonarles, abrir una ventana y expulsar sus recuerdos borrascosos, a horcajadas sobre el aire. Porque tu trabajo no es justificarles.

Después de la expiación, en el insomnio de la noche, a mitad de la sinrazón y el barbitúrico, volarás entre la turbamulta hacia el ocaso astral. Y en el horizonte, mientras se agiten sutilmente tus alas, habrán sido convocados al sortilegio el verbo y la nada para hacerse cielo y tierra.

lunes, 1 de diciembre de 2008

LOS NOMBRES DEL MAR


“El artificio del lenguaje inventa almas. Y la mirada crece, va de noche, encuentra gentes que, desde el promontorio, ven el barco. El arte de la muerte. La poesía”. El crítico y poeta portugués Joaquim Manuel Magalhães cerró con estos versos su poema ‘De flores abandonadas’. La poesía, el arte de la muerte. Procuramos acercar los recuerdos hacia el mar, el origen de la vida, escribimos un nombre en la cresta de una ola y cada signo se vuelve transparente, crece, se alza y, al cabo, permanece abierto al aire: la memoria.

Quiso ofrecer tantos nombres al mar que optó por reproducirlos en un libro. El mar o el océano, no importa, en el que Ángel Campos bautizó su amor. “O mar é o caminho para a minha casa”, sentenció una de mis escritoras predilectas, Sophia de Mello. Y también de Ángel Campos. Este verso fue la primera de las citas de un libro que ambos proyectamos hace ahora exactamente 25 años y que él consumó: ‘Los nombres del mar’ [Poesía portuguesa 1974-1984]. Y así salió a la luz desde la recién constituida, entonces, Editora Regional de Extremadura. Y así, también, Ángel se convirtió en mi leal amigo, persistente colaborador de un proyecto cultural que descubrió parajes ignorados por la abulia, que exploró las tierras hermanas [tan cercanas, entonces tan distantes]: Portugal. Con respeto y luz surgieron las presencias de ese amado país en esta tierra: el libro, las conferencias, los ciclos de cine, las lecturas poéticas, el teatro… Nuestra juventud no conocía lindes ni ataduras que nos impidiesen llegar hasta el Atlántico. Y lo alcanzamos. Con Ángel de tajamar en aquel viaje, con Antonio Pacheco de quilla siempre, con Antonio Franco de explorador de las tendencias, con Laly Martínez de pertinaz grumete. Y más, tantos más que, en equipo y solidarios, me acompañaron en la dirección de la Editora Regional, primero, y en la de la Dirección General de Promoción Cultural, después. Y todo fue porque ellos fueron.

Ahora Lisboa, la ‘ciudad blanca’ de Alain Tanner y Ángel Campos, está más cerca de nosotros. Pero uno de los dos falta a la cita con su fascinación decimonónica. Mi querido amigo murió hace unos días. No le dije adiós, nunca he podido despedir a un muerto. Nunca he sabido acompañar a un duelo. Le digo adiós ahora, con la inocencia de las letras, en el espacio secreto de mi hogar, que conserva cuanto me dio Ángel Campos en el curso de los años: tantos libros suscritos por él, fotografías de nuestras coincidencias y la reducida escultura de una mujer sin extremidades.

Transcurren las noches, como ésta en que escribo, sin que callen los recuerdos, sin que se desprenda su voz de mi memoria, como eco de un tiempo acontecido y útil al afecto, a cuanto le he tenido, a todo el que me tuvo. Una sola palabra, ningún gesto de olvido. Y nombrar a quien ya no me nombra, a quien supo disponer tantos nombres al mar que encendió la invisible esperanza en una tierra ajena a otra tan cercana.

Su muerte, como la de un campo de labrantía, la imagino cubierta de madreselvas y de avecillas, un brevísimo camino hacia la vanidad de la nada en el que sería preciso reconocer las voces de cuantos ha querido y los ecos de los que le han amado. Y arribado a puerto, en paz consigo mismo, mezclarse con el vacío, desaparecer. Sin hierba y sin tristeza.

Ni siquiera sabemos qué es la vida. El tiempo nos lo impide. Sabemos, eso sí, que todo se repite, a fuerza de ser irrepetible. Que todo se afinca en la memoria. Y que vivimos. Y que morir resulta necesario. Pero si ni siquiera sabemos qué es la vida, cómo entender el arte de la muerte. La más estricta ausencia.

RIVAS CHERIF




Somos seres extraños. Fueron precisos miles de años para que la evolución nos otorgase un regalo tan valioso como la facultad de pensar y discurrir, para convencer con argumentos, para comprender y aceptar lo que es razonable, para acertar en lo que se dice. Somos seres extraños. Paradójicos, pues el pensamiento se ha travestido, el discurso se ha postergado; los argumentos permanecen desolados en la vacuidad del limbo. Y, a pesar de todo, existimos.

“Paradójico es hacer de la mentira el ejemplo vivo de la verdad”, dijo Cipriano de Rivas Cherif. En la fugacidad de los años que hemos vivido, en el destello de los que nos restan por vivir, procuramos ligarnos al olvido. Así pues, si la memoria es el privilegio del discurso, el argumento de la razón, desterramos su magisterio y engañamos a la verdad. Nos engulle el contrasentido. Y el silencio. Y la complicidad con cuantos, en tropel, galopan por el desierto sin mirar atrás, hacia un horizonte tan lejano como gris, tan desnudo como solo; con cuantos nos conminan a no aprender de lo que fue, del valor de la historia. Y nos mentimos con certeza. Y habilitamos la escasez del presente como “ejemplo vivo de la verdad”. A pesar de todo, existimos.

En este ámbito de vaciedad, desconocedores del pasado, engañados por nuestra ignorancia, nos consideramos exploradores en selva virgen, colonizadores de llanuras deshabitadas. Innovadores. No sabemos, no queremos saber que todo está ya escrito.

Sería preciso ir más lejos, desconocer la paradoja y asumir que, en la oscuridad del pasado, las figuras de cuantos fueron se reflejan en el agua que nos mueve, en el río que jamás se detiene ante nuestros pies. Y contemplar el esplendor de los que nos han antecedido, como una onda que asume su condición de luz. Entonces olvidaríamos nuestra servidumbre con las contradicciones incontroladas, ese coágulo de sangre que impide a la razón reconocerse en la fracción del tiempo que vivimos, trágicamente.

Habría que cumplir la noche del olvido y precisar la hora en que cruzamos el milagro de la memoria. Y en ese momento, absolver a nuestra ignorancia de este orgullo de ser sin saber lo que hemos sido, de esta mentira fútil que transformamos en verdad. Paradoja en la que, a pesar de todo, existimos.

Sabedores entonces de cuanto fue, sumidos en el desencanto, si sintiéramos piedad por nuestra arrogancia, la belleza de la vida nos protegería de nosotros mismos y la hondura del pasado haría el resto: travestir a la paradoja, recomponer el discurso, postergar a la mentira, conocer la verdad.

Salvemos nuestra piel, atravesemos el límite de nuestra dependencia con la grisura, la voluptuosidad que siempre nos causa imaginarnos los pioneros de la creación. Dejemos de mentirnos con certeza. Y de los asuntos que nos mantengan ocupados, cuidemos la razón, pues que vendrán a forzar nuestra inteligencia y oiremos su torpe canto como el de un alcaraván. De los propósitos sin gloria, esperemos el olvido. Sellemos un armisticio con el pasado, aceptemos lo que fue y hoy es ejemplo de la verdad que ha sido, fuente que aborda nuestra sed. Hace todavía 75 años, un escritor, traductor y director de escena tan brillante como respetuoso, dispuso su inteligencia en beneficio de una actriz. Cipriano de Rivas Cherif versus Margarita Xirgu. Un escritor, traductor y director de escena logró la gesta: creó ‘Medea’ en el Teatro Romano en 1933, dirigió la ‘Semana Romana’ en 1934 y programó el festival en 1935, que los dislates políticos impidieron. Después se consumó su olvido. Sin embargo, y además del intelectual que modernizó y transformó el teatro en España, fue el primer director del Festival de Mérida. Un ser prodigioso, irrepetible.

Hemos vivido de espaldas a su magisterio cerca de tres cuartos de siglo. Algunos, deliberadamente. No engañemos por más tiempo a la verdad. Posterguemos nuestro orgullo de ser sin saber lo que hemos sido.

Fotografía: Margarita Xirgu y Cipriano de Rivas Cherif, en Mérida en 1933, tras el estreno de 'Medea' en el Teatro Romano.

EL SUEÑO DE LA RAZÓN


La compulsión y la mentira no acostumbran a ir unidas, pero cuando se alían, producen monstruos; no surgen del sueño de la razón, como en Goya, sino de la desolación y el espanto. Nacen de uno en uno, como todo ser vivo, pero juntos conforman un sinfín de rostros deshumanizados que se han acostumbrado a sobrevivir a costa de falsear la luz. Todos esconden la mano después de tirar la piedra.

Habría de ser la vida como la vestimos con nuestra mirada, pero miles de monstruos la emponzoñan con sus ardides, con sus tretas parapetadas en miedos ancestrales, campos de aire muerto, pantanos sin fondo donde anegar la alegría de cuantos les rodean, donde ahogar sus esperanzas, devoradas a su paso.

La compulsión y la mentira asolan la existencia, vacían la esperanza y desordenan las estancias. Superviviente a duras penas del naufragio, héroe del silencio, un ser humano nominado [el último sobre la altiplanicie de un esplendor desarbolado] abraza a cuantos quiere y se adentra en los profundos humedales, mientras su memoria graba ese minuto de su vida en el que ha dejado atrás tantas cosas muertas.

La falacia ciega, la zafiedad ensucia, la ambición destruye. Y todas, sin embargo, gozan de una estridente salud de hierro en este tiempo de lo falso. Víctimas de la tragedia de vivir en medio de tanta desmesura, muchos nombres de cuantos fueron han dejado de poner precio a tantas mañanas forasteras. Porque, a fuerza de intentar olvidar, la paciencia se convirtió en un pasado sin nombre, en otro más que se doblegó, como metáfora infeliz, al espacio donde acostumbran a naufragar los recuerdos sostenibles.

Mentir es fácil. Dar por cierta la impostura acaso sea tan simple como necesario para cuantos acomodan su existencia a la fatuidad de lo infecundo. Sobrevivir en torno a la mentira es incómodo, pero no por ello complicado para quienes ocultan su mirada bajo un montículo de borra, imprecisos y romos. Habríamos de respondernos de una vez si el error inmortal habita en quien esconde una mentira o en quien miente.

Atravesamos una era de diminutas comisuras en el entendimiento. La lírica nos deja considerablemente indiferentes, el amor es imposible. Sembramos nuestro polen sobre los campos yermos y nos convertimos en seres damnificados por una jauría de lobos feroces que, en vez de atacar nuestro cuerpo a dentelladas, busca sólo las palabras para destrozar su significado y transgredir la verdad de cuanto hablamos.

Seres sin audacia, existimos aprendiendo a no existir. Y por ello damos por cierta la mentira, humillación de la honra. Ante la indiferencia de todos nuestros glóbulos rojos, sobrevivimos anclados en una misma ensenada, sin tiempo ni razón para la aventura, sin sentirnos fatigados de afirmar siempre, de aceptar siempre, de limosnear siempre. Somos los seres vivos más imperfectos de la Naturaleza, pero nuestra estulticia no entiende esta tragedia.

Fruto del engaño y de quienes han anclado ‘su mentira’ en ‘su verdad’, la desolación es ámbito selecto en el que bogan cuantos sienten miedo a parecerse a tantos rostros que les rodean, a aquellos desprovistos de la pasión de vivir, a los ocultados por la ceniza de su cobardía. Desolación, mas no tristeza. Pues si desolación es soledad, en ella están vivos los selectos, inocentes todavía, heridos por batallas, pero audaces y pertrechados por la alegría de ser, frente a la mendacidad de los que únicamente están. Y así pasa todo, y la compulsión, y la falacia. Y así producen monstruos, que vienen y que van, que ensordecen a la ciudad con sus truenos sin relámpagos. Y que, sin haber sabido vivir lo que han vivido, permanecen.