sábado, 24 de mayo de 2008

Harmonía



“A veces el alma se descuida y te deja un pedacito de alegría”
Mario Benedetti
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Últimos días de mayo. El recuerdo se mide en planos de agua perpendiculares al aire: llueve y escribo. Sobre ti, once años paridos unos a uno; me enternece la memoria de tus gestos, la sombra de una silla abandonada con los años donde acomodaste tu cuerpo. Tú de ayer, efímero, volátil, capaz de sobrevivir al diluvio y de devorar los tiempos de sequía con una manzana entre los labios. Tú me conmueves medio siglo después en cada rincón de esta pequeña ciudad extranjera que no conociste. Me perturban tu razón y tu recuerdo, inteligencia y memoria, el enjambre de tu inocencia ignorada por la lluvia, tu pasión por la tierra recién humedecida en primavera.

Cae la luz sobre la ciudad sin nombre en que ahora habito. Mientras el enésimo cigarro de este día arde en los labios, sueño con quien fue cuerpo de mi cuerpo, y mientras se desliza la noche por los resquicios de los balcones repito con añoranza los gestos que tuve, los rituales cariñosos en el teatro infantil de guiñoles y fanfarrias. Abordo a la noche encarando la magia de una infancia bajo el agua en los veranos de tierras prometidas, en el mirador de luz desde el que divisaba paisajes ignorados.

Agostada la hierba que cubrió nuestros senderos, cincuenta años después tú regresas a ellos en el equinoccio de las formas y me alientas a la escritura, como homenaje contenido a aquellas estaciones de Harmonía en que exististe aprendiendo a madurar en estanques circulares, bajo la sombra de albaricoqueros y acacias. En aquel lugar desertaste del tiempo, conociste el pecado y te satisfizo: creciste tan lejos de las normas que tu cuerpo se resistió a aceptar la existencia del castigo. Y todavía se resiste.

El sueño se extiende más allá de la lluvia de mayo. Fuera de él te desconozco. Y tú, con tus once años paridos uno a uno, pretendes que lo persiga como a una mujer que, desnuda, escapa de mi boca antes del amor. Precisamente ahora que llueve sin razón y el silencio se apresa de las calles inhóspitas que extravían la Historia, propensas al olvido, pues el tiempo habla en voz baja.

“Nada puede conservarse tal y como se deja, sólo podemos esperar que quien nos ama guarde nuestras cosas con cariño”, dijo Katharine Hepburn a Spencer Tracy en La llama sagrada. “Y nuestras locuras y fracasos, también”, respondió Tracy. En consecuencia, yo te conservo en lo más profundo de mi sombra, porque fuiste el hogar donde reposaban las llanuras, el solsticio de las voces pasajeras, la infancia iluminada por la seducción de lo desconocido, irradiado por el último verso de la invisible memoria: “Durer n’est rien, mais se survivre…”.

Aunque todavía me distraiga ver arder al verano, el tiempo ya no es mío. Años después, acaso pudieron nacer las horas ante tu primer libro de poemas urdido en el lenguaje, ante el primer amor que conoció tu cuerpo en el último verano no existido. Acaso ante la intransigencia de las palabras, como la herida donde perdura el dolor, como la soledad de un sendero nocturno. ¿En qué lugar permanece la conciencia del pasado? ¿las mesetas de la memoria, aquellas tardes en que a punto estuviste de mencionar al futuro por su nombre?

Existo aprendiendo a no volver, pero escucho todavía el reloj de agua, la fuente de piedra, el jardín de aligustre y hierbabuena, la alameda de estatuas, los arquitrabes del cielo, los surcos de heno y de rocío, el aroma del membrillero. Mi país. Escucho todavía los pasos en la senda de adelfas, donde tan sólo el viento transporta el recuerdo de mi infancia y en la que quedó registrada la paz y el motín de inocencias. Mi país, al que nunca he de volver.

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