Resituarse en un bar, en la esquina del ruido. Ajenos al entorno. Por fin, mirarnos de frente y escuchar, reconocer, entristecerse... comprender.
Inevitables, aliviadoras lágrimas en tus mejillas. Bárbaras verdades, amorosas crueldades. Lo cierto, lo inexcusable.
Abrumadoras lágrimas surcando velozmente mis entrañas. ¿Por qué me enseñaron a no exteriorizar el llanto?
Al cabo, comprendo. Mi error, tu pena; mi olvido, tu distancia; mi desconsideración, tu desarraigo; mi descuido, tus respuestas. Finalmente entiendo y, ocultándome ante ti, lloro por dentro.
Más tarde te reconozco y me reencuentras. En la esquina del ruido, inmersos en un bar no deseado, perseveramos por regresar a nuestro íntimo e indivisible tiempo de cerezas, por reencarnarnos en nosotros mismos, en lo que hemos sido, en lo que procuraremos ser el uno con el otro.
Esto no es amor, al menos el sentido de amor que tú no ofreces ni yo arriesgo. Pero, con certeza te lo digo: merecería serlo. Quizás así me concebirías plenamente, quizás así te halagarías sensible, tierna -exactamente como eres- y, con lucidez, nos advertiríamos cómplices. Pues lo somos sin decírnoslo, pero nuestra introversión acostumbra a dejarnos indefensos, uno al otro.
Después de mucho reconocer y comprendernos, te despido con un abrazo indescriptible; me despides con la extrema cercanía de tu cuerpo con el mío. Me estremezco, te conmueves.
Esto no es amor, pero merecería tanto que lo fuera.
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