sábado, 20 de diciembre de 2008



Fueron unos amantes apasionados, intensos en el abrazo pero breves en el tiempo. La Natividad mitológica está en ellos, miles de años anteriores a aquellos de Belén que el cristianismo os invita a glorificar en estas fechas. Fueron Nut y Geb, impertérritos enamorados antes del principio de los tiempos, pero separados por Shu, el dios del aire en Heliópolis. Por eso, con la piel bañada en lágrimas, Geb clamaba al infinito. Tanto que su mano se transformó en piedra, y su rodilla levantada se trocó en montaña. Ausente de los secretos corpóreos de Nut, él sólo podía llorar. Los dioses supieron que su piel se convertía en dureza con la luz del día, y su lengua, y sus ojos, que antes del inicio de las épocas eran como la espuma en el nadir.

Geb prefería la noche, cuando escondía entre sus rodillas al astro Sol y su apasionada Nut descendía hasta él para hacerle el amor [miles de años antes de que el Niño hubiera nacido], cuando conformaba un ovillo con Nut que flotaba en el infinito, envueltos en su propio Caos, pero siempre unidos. Porque ellos eran el mundo y las horas.

Pero Nut se debía a Ra, su esposo y su dios irascible, quien decretó que ella no podría parir durante los 360 días del año de Heliópolis, y mandó al aire que los separara bruscamente para que no pudieran estar unidos. De este modo, Geb fue relegado a permanecer tumbado en el suelo, y Nut obligada a arquearse sobre la tierra. Shu, el aire, se situó entre ambos. Desdichada, Nut pidió la ayuda de Thot, el dios de la Sabiduría, quien robó parte de la luz de la Luna para crear cinco nuevos días, e hizo así que el año tuviera 365 días. Cinco durante los cuales Geb y Nut pudieron ser unos amantes apasionados, intensos en el abrazo pero breves en el tiempo.

Desde entonces, acaso tú también habrás observado a Nut cuando alzas la mirada hacia el nadir en estas fechas, porque ella nunca se oculta, pero quizás no la hayas visto completa, en su total desnudez, porque su desnudez total es algo que sólo intuye el ciego, el mendicante, el feto en el seño de la madre. Si un día tú pretendes abrir enteramente los ojos para contemplar sus secretos, se ocultará a tu mirada y cegará tus retinas.

Sin embargo, Geb la conoce y la tienta, pues sabe algo que tú nunca has adivinado: que la envidia y los celos les acechan en el infinito donde moran, desde que rodaron en el espacio sobre el maremagnum de asteroides. Y que ambas se introdujeron en sus cuerpos como una cuña en la madera.

Geb recuerda que posó sus manos sobre el vientre de Nut y la apartó de él, llevándola fuera de su alcance. Y la levantó. Y luchó largo tiempo con la envidia para defender a su mujer. Pero fue vencido y por eso llora.

Ahora el único contacto con su cuerpo son las uñas de sus manos y de sus pies. Y él se lamenta porque ha dejado de ser el Caos. Porque Nut y Geb son ahora el Cielo y la Tierra.

miércoles, 10 de diciembre de 2008



Por la noche registras los recuerdos para comprender súbitamente que las palabras dichas, las voces escuchadas, están amarillentas y que todos los minutos de tu vida se funden en la oscuridad. “Tendríamos que guardar el dolor para la luz del día”, escribió Patricia Highsmith. Recuentas tus episodios menos expresados y todos preguntan por ti, por tu sonriente soledad. Y la vida pasa. En la superficie de los cuerpos, las noches van dejando minuciosas heridas, una memoria amarilla con la que delatas viejas imágenes fijadas en el tiempo. Pero el tiempo no es sino una copa de cristal donde la luz se teje y se desteje siempre a sí misma.

Por la noche, una levísima fuga de luz resbala por las hojas del membrillero, crecido en tu jardín de las Hespérides. Ambarina, esa luz es otro río de Heráclito en el que nadie puede bañarse dos veces. Fluyendo, el fulgor transforma la sustancia de todos los seres que acuden a tu memoria. Y entonces el tiempo, en la oscuridad, es una copa de cristal.

Te dejas vivir, sencillamente. Cuando a veces te duermes para nada, algo inaudible te despierta: los mares de arena de Sorolla, las profecías amorosas de Garcilaso, las costumbres de olvido de Cernuda, los salmos ensangrentados de grisura de Evtushenko [“La grisura es una prostituta necia y las pasiones no le son ajenas”]. Abres los ojos a la desmesura, al arte de las cosas, al diluvio de nombres en tu lecho. Y te dejas existir enrevesado en el aire que define la distancia entre tu cuerpo y las pasiones no vividas, acuñadas solamente entre tus manos cordiales. [Y yo quiero evocarte, mirar lo que tú mirabas detrás de los cristales de la noche].

Lloras permanencias de recuerdos, reintegrado a las fechas, iluminado por un sortilegio temporal que vierte su resplandor sobre la sábana. Has existido en decenios de vidrio, has escrito sentencias que hablaban de palomas, de ángeles caídos, de abanicos abiertos aunque tristes, de ríos expuestos al tapiz de la llanura. Y al cabo te desconoces. Y cada palabra es extranjera en este país oscuro que te habita. Y tú no lo comprendes.

Porque has recorrido los años colmado de intemperies, ahíto de perfecciones ajenas y abrumado de esbeltos escaparates con la dignidad en venta. Y uno tiene conciencia de tu pena, que no es única, cuando vuela súbitamente entre la noche el enjambre de propósitos, rotos por la metralla inútil. Y uno tiene constancia de tus sueños, incomprensibles signos sin cordura [como esto que ahora escribo] para cuantos de ti sólo conocen tu lenguaje de los días, el sentido de tus actos en la luz de la mañana, sin saber de tus heridas nocturnas, de tu memoria amarilla que se oculta sin pudor bajo la almohada.

Por diferentes motivos, la noche sigue siendo oscura. La ciudad maldice como siempre tantas cruces grabadas en el pecho de los vivos, que ahora duermen ajenos a su olvido: ya no hablan el mismo idioma que el verano. A ti, palpitante todavía bajo la oquedad de la sábana, no te preocupan tanto las pequeñas virtudes con chistera que saludan a tu caminar cada mañana, ni tienes mucho que decirles. Porque has supuesto que en alguna parte de tu vida tendrás que abandonarles, abrir una ventana y expulsar sus recuerdos borrascosos, a horcajadas sobre el aire. Porque tu trabajo no es justificarles.

Después de la expiación, en el insomnio de la noche, a mitad de la sinrazón y el barbitúrico, volarás entre la turbamulta hacia el ocaso astral. Y en el horizonte, mientras se agiten sutilmente tus alas, habrán sido convocados al sortilegio el verbo y la nada para hacerse cielo y tierra.

lunes, 1 de diciembre de 2008

LOS NOMBRES DEL MAR


“El artificio del lenguaje inventa almas. Y la mirada crece, va de noche, encuentra gentes que, desde el promontorio, ven el barco. El arte de la muerte. La poesía”. El crítico y poeta portugués Joaquim Manuel Magalhães cerró con estos versos su poema ‘De flores abandonadas’. La poesía, el arte de la muerte. Procuramos acercar los recuerdos hacia el mar, el origen de la vida, escribimos un nombre en la cresta de una ola y cada signo se vuelve transparente, crece, se alza y, al cabo, permanece abierto al aire: la memoria.

Quiso ofrecer tantos nombres al mar que optó por reproducirlos en un libro. El mar o el océano, no importa, en el que Ángel Campos bautizó su amor. “O mar é o caminho para a minha casa”, sentenció una de mis escritoras predilectas, Sophia de Mello. Y también de Ángel Campos. Este verso fue la primera de las citas de un libro que ambos proyectamos hace ahora exactamente 25 años y que él consumó: ‘Los nombres del mar’ [Poesía portuguesa 1974-1984]. Y así salió a la luz desde la recién constituida, entonces, Editora Regional de Extremadura. Y así, también, Ángel se convirtió en mi leal amigo, persistente colaborador de un proyecto cultural que descubrió parajes ignorados por la abulia, que exploró las tierras hermanas [tan cercanas, entonces tan distantes]: Portugal. Con respeto y luz surgieron las presencias de ese amado país en esta tierra: el libro, las conferencias, los ciclos de cine, las lecturas poéticas, el teatro… Nuestra juventud no conocía lindes ni ataduras que nos impidiesen llegar hasta el Atlántico. Y lo alcanzamos. Con Ángel de tajamar en aquel viaje, con Antonio Pacheco de quilla siempre, con Antonio Franco de explorador de las tendencias, con Laly Martínez de pertinaz grumete. Y más, tantos más que, en equipo y solidarios, me acompañaron en la dirección de la Editora Regional, primero, y en la de la Dirección General de Promoción Cultural, después. Y todo fue porque ellos fueron.

Ahora Lisboa, la ‘ciudad blanca’ de Alain Tanner y Ángel Campos, está más cerca de nosotros. Pero uno de los dos falta a la cita con su fascinación decimonónica. Mi querido amigo murió hace unos días. No le dije adiós, nunca he podido despedir a un muerto. Nunca he sabido acompañar a un duelo. Le digo adiós ahora, con la inocencia de las letras, en el espacio secreto de mi hogar, que conserva cuanto me dio Ángel Campos en el curso de los años: tantos libros suscritos por él, fotografías de nuestras coincidencias y la reducida escultura de una mujer sin extremidades.

Transcurren las noches, como ésta en que escribo, sin que callen los recuerdos, sin que se desprenda su voz de mi memoria, como eco de un tiempo acontecido y útil al afecto, a cuanto le he tenido, a todo el que me tuvo. Una sola palabra, ningún gesto de olvido. Y nombrar a quien ya no me nombra, a quien supo disponer tantos nombres al mar que encendió la invisible esperanza en una tierra ajena a otra tan cercana.

Su muerte, como la de un campo de labrantía, la imagino cubierta de madreselvas y de avecillas, un brevísimo camino hacia la vanidad de la nada en el que sería preciso reconocer las voces de cuantos ha querido y los ecos de los que le han amado. Y arribado a puerto, en paz consigo mismo, mezclarse con el vacío, desaparecer. Sin hierba y sin tristeza.

Ni siquiera sabemos qué es la vida. El tiempo nos lo impide. Sabemos, eso sí, que todo se repite, a fuerza de ser irrepetible. Que todo se afinca en la memoria. Y que vivimos. Y que morir resulta necesario. Pero si ni siquiera sabemos qué es la vida, cómo entender el arte de la muerte. La más estricta ausencia.

RIVAS CHERIF




Somos seres extraños. Fueron precisos miles de años para que la evolución nos otorgase un regalo tan valioso como la facultad de pensar y discurrir, para convencer con argumentos, para comprender y aceptar lo que es razonable, para acertar en lo que se dice. Somos seres extraños. Paradójicos, pues el pensamiento se ha travestido, el discurso se ha postergado; los argumentos permanecen desolados en la vacuidad del limbo. Y, a pesar de todo, existimos.

“Paradójico es hacer de la mentira el ejemplo vivo de la verdad”, dijo Cipriano de Rivas Cherif. En la fugacidad de los años que hemos vivido, en el destello de los que nos restan por vivir, procuramos ligarnos al olvido. Así pues, si la memoria es el privilegio del discurso, el argumento de la razón, desterramos su magisterio y engañamos a la verdad. Nos engulle el contrasentido. Y el silencio. Y la complicidad con cuantos, en tropel, galopan por el desierto sin mirar atrás, hacia un horizonte tan lejano como gris, tan desnudo como solo; con cuantos nos conminan a no aprender de lo que fue, del valor de la historia. Y nos mentimos con certeza. Y habilitamos la escasez del presente como “ejemplo vivo de la verdad”. A pesar de todo, existimos.

En este ámbito de vaciedad, desconocedores del pasado, engañados por nuestra ignorancia, nos consideramos exploradores en selva virgen, colonizadores de llanuras deshabitadas. Innovadores. No sabemos, no queremos saber que todo está ya escrito.

Sería preciso ir más lejos, desconocer la paradoja y asumir que, en la oscuridad del pasado, las figuras de cuantos fueron se reflejan en el agua que nos mueve, en el río que jamás se detiene ante nuestros pies. Y contemplar el esplendor de los que nos han antecedido, como una onda que asume su condición de luz. Entonces olvidaríamos nuestra servidumbre con las contradicciones incontroladas, ese coágulo de sangre que impide a la razón reconocerse en la fracción del tiempo que vivimos, trágicamente.

Habría que cumplir la noche del olvido y precisar la hora en que cruzamos el milagro de la memoria. Y en ese momento, absolver a nuestra ignorancia de este orgullo de ser sin saber lo que hemos sido, de esta mentira fútil que transformamos en verdad. Paradoja en la que, a pesar de todo, existimos.

Sabedores entonces de cuanto fue, sumidos en el desencanto, si sintiéramos piedad por nuestra arrogancia, la belleza de la vida nos protegería de nosotros mismos y la hondura del pasado haría el resto: travestir a la paradoja, recomponer el discurso, postergar a la mentira, conocer la verdad.

Salvemos nuestra piel, atravesemos el límite de nuestra dependencia con la grisura, la voluptuosidad que siempre nos causa imaginarnos los pioneros de la creación. Dejemos de mentirnos con certeza. Y de los asuntos que nos mantengan ocupados, cuidemos la razón, pues que vendrán a forzar nuestra inteligencia y oiremos su torpe canto como el de un alcaraván. De los propósitos sin gloria, esperemos el olvido. Sellemos un armisticio con el pasado, aceptemos lo que fue y hoy es ejemplo de la verdad que ha sido, fuente que aborda nuestra sed. Hace todavía 75 años, un escritor, traductor y director de escena tan brillante como respetuoso, dispuso su inteligencia en beneficio de una actriz. Cipriano de Rivas Cherif versus Margarita Xirgu. Un escritor, traductor y director de escena logró la gesta: creó ‘Medea’ en el Teatro Romano en 1933, dirigió la ‘Semana Romana’ en 1934 y programó el festival en 1935, que los dislates políticos impidieron. Después se consumó su olvido. Sin embargo, y además del intelectual que modernizó y transformó el teatro en España, fue el primer director del Festival de Mérida. Un ser prodigioso, irrepetible.

Hemos vivido de espaldas a su magisterio cerca de tres cuartos de siglo. Algunos, deliberadamente. No engañemos por más tiempo a la verdad. Posterguemos nuestro orgullo de ser sin saber lo que hemos sido.

Fotografía: Margarita Xirgu y Cipriano de Rivas Cherif, en Mérida en 1933, tras el estreno de 'Medea' en el Teatro Romano.

EL SUEÑO DE LA RAZÓN


La compulsión y la mentira no acostumbran a ir unidas, pero cuando se alían, producen monstruos; no surgen del sueño de la razón, como en Goya, sino de la desolación y el espanto. Nacen de uno en uno, como todo ser vivo, pero juntos conforman un sinfín de rostros deshumanizados que se han acostumbrado a sobrevivir a costa de falsear la luz. Todos esconden la mano después de tirar la piedra.

Habría de ser la vida como la vestimos con nuestra mirada, pero miles de monstruos la emponzoñan con sus ardides, con sus tretas parapetadas en miedos ancestrales, campos de aire muerto, pantanos sin fondo donde anegar la alegría de cuantos les rodean, donde ahogar sus esperanzas, devoradas a su paso.

La compulsión y la mentira asolan la existencia, vacían la esperanza y desordenan las estancias. Superviviente a duras penas del naufragio, héroe del silencio, un ser humano nominado [el último sobre la altiplanicie de un esplendor desarbolado] abraza a cuantos quiere y se adentra en los profundos humedales, mientras su memoria graba ese minuto de su vida en el que ha dejado atrás tantas cosas muertas.

La falacia ciega, la zafiedad ensucia, la ambición destruye. Y todas, sin embargo, gozan de una estridente salud de hierro en este tiempo de lo falso. Víctimas de la tragedia de vivir en medio de tanta desmesura, muchos nombres de cuantos fueron han dejado de poner precio a tantas mañanas forasteras. Porque, a fuerza de intentar olvidar, la paciencia se convirtió en un pasado sin nombre, en otro más que se doblegó, como metáfora infeliz, al espacio donde acostumbran a naufragar los recuerdos sostenibles.

Mentir es fácil. Dar por cierta la impostura acaso sea tan simple como necesario para cuantos acomodan su existencia a la fatuidad de lo infecundo. Sobrevivir en torno a la mentira es incómodo, pero no por ello complicado para quienes ocultan su mirada bajo un montículo de borra, imprecisos y romos. Habríamos de respondernos de una vez si el error inmortal habita en quien esconde una mentira o en quien miente.

Atravesamos una era de diminutas comisuras en el entendimiento. La lírica nos deja considerablemente indiferentes, el amor es imposible. Sembramos nuestro polen sobre los campos yermos y nos convertimos en seres damnificados por una jauría de lobos feroces que, en vez de atacar nuestro cuerpo a dentelladas, busca sólo las palabras para destrozar su significado y transgredir la verdad de cuanto hablamos.

Seres sin audacia, existimos aprendiendo a no existir. Y por ello damos por cierta la mentira, humillación de la honra. Ante la indiferencia de todos nuestros glóbulos rojos, sobrevivimos anclados en una misma ensenada, sin tiempo ni razón para la aventura, sin sentirnos fatigados de afirmar siempre, de aceptar siempre, de limosnear siempre. Somos los seres vivos más imperfectos de la Naturaleza, pero nuestra estulticia no entiende esta tragedia.

Fruto del engaño y de quienes han anclado ‘su mentira’ en ‘su verdad’, la desolación es ámbito selecto en el que bogan cuantos sienten miedo a parecerse a tantos rostros que les rodean, a aquellos desprovistos de la pasión de vivir, a los ocultados por la ceniza de su cobardía. Desolación, mas no tristeza. Pues si desolación es soledad, en ella están vivos los selectos, inocentes todavía, heridos por batallas, pero audaces y pertrechados por la alegría de ser, frente a la mendacidad de los que únicamente están. Y así pasa todo, y la compulsión, y la falacia. Y así producen monstruos, que vienen y que van, que ensordecen a la ciudad con sus truenos sin relámpagos. Y que, sin haber sabido vivir lo que han vivido, permanecen.

domingo, 21 de septiembre de 2008



Ese hombre es un hombre sin maldad. Con andar brioso, recorre esta tarde la calle tan solitario como de costumbre, asentado en el exilio de una ciudad sin geografía. Hace unos minutos que ha dejado sobre la mesa de su estudio los tres últimos folios del libro que comenzó a escribir pocos días antes del verano. Y un apunte cuyo recuerdo se acompasa al ritmo de su andar: “Henry Miller pensaba que la literatura del futuro sería autobiográfica”, porque hoy se ha despertado con el nombre de Miller en los labios, como si uno de su trópicos se hubiera descolgado del sueño con la intención de perseguirle durante la jornada.

A ese hombre le resulta familiar esta persistencia, pues últimamente cuando despierta y distrae su sinsentido en el techo de la habitación, le alcanza una frase del último sueño que retiene a duras penas. De modo que en la ducha, en el desayuno y hasta en el almuerzo le ronronea en el cerebro. Hoy le sucede como a Miller: quiere consignar todo lo que deliberadamente se omite en los libros. Por eso ha abandonado tres folios dentro de una carpeta negra y se ha echado a la calle para esparcir en la acera su autobiografía, para regar el aire mortecino y la luz gris de la tarde con la pasión que le desborda, ésa que no se dice en los libros.

Ese hombre se pregunta qué perversa ecuación y de qué grado es capaz de dar como resultado un número exacto cuando unimos incógnitas como verano, amistad, tiempo de cerezas, soledad, madurez. Pretende, como el joven Lèolo, abandonarse a la noche antes de que le deje el día. Porque ya no ama, porque hoy por primera vez le asusta amar.
Pero su retorno del campo de los sueños siempre es brutal.

De vuelta a casa, ojea la habitación en la que todo ha cambiado en los últimos cien años, los cuadros, las sillas, la alfombra semioculta, las voces, los recuerdos. Como casi todos los solitarios, exige un orden severo en su entorno y alimenta una pulcritud en las formas. Con ello, todos asegurarían que es un hombre distinguido. “Solitario, pulcro y ordenado”, dirían de él los que no le conocen. Los que se equivocan, porque ¿quién le conoce realmente, quien nos conoce a cada uno de nosotros? Todos, es decir, ninguno. Medimos poco las palabras cuando hablamos del prójimo y aún menos cuando decimos “Le conozco muy bien”, pues nadie sabe del otro más allá de la anécdota. Porque todos -es decir, ninguno- nos desinteresamos por todos. Así lo manifiesta la cultura inglesa: “How are you?”, saluda el encontrado; “how are you?”, repite el advenedizo. Huelgan las respuestas. “¿Cómo estás?”, preguntamos varias veces cada día, pero resulta obligada la respuesta: “Bien”, escuetamente. Todos -es decir, ninguno- mentimos, pues nadie conoce a nadie. Perseveramos en el error: “Le conozco bien”. Por eso decimos de este hombre que es armonioso, ordenado, respetuoso, gentil con el prójimo y amante de la luz; en fin, “en el buen sentido de la palabra, bueno”.

Extraviado entre tanta ambigüedad y con una intención de imposible fruto, ha agrupado en una sola ecuación el verano, la amistad, el tiempo de las cerezas, la soledad, la decadencia física y, al cabo, la piel del albaricoque. Mantiene la osadía de hallarle un resultado exacto, sin decimales. E insiste en que comprendamos su impostura cuando acaba de nacer el otoño y llegan las primeras lluvias tormentosas. Ese hombre eres tú.

martes, 16 de septiembre de 2008



Cuando Edipo arramblaba con sus manos a Yocasta, norte a sur del escenario del Teatro Romano, sus palabras fibrosas, sus gestos dinámicos transmitían sabiduría, tanta como la procurada por su director, el maestro Jorge Lavelli. El público asistía circunspecto a la expresión desnuda, a la instrucción presentida. Y aprehendía una civilización bimilenaria desde una pasión contemporánea. Y sabía [porque se trataba de un público sagaz] que aquello era esencial, estrictamente cultura.

Cuando Miles Gloriosus, soldado fanfarrón, arrastraba su grotesca y descomunal espada este a oeste del escenario del Teatro Romano, entre soeces bromas, junto a burlas chabacanas de soldados y doncellas, con los retruécanos descompasados y localistas de su esclavo, el público asistente parafraseaba en sus asientos mientras reía, aplaudía, reía. Y confirmaba [porque se trataba de un público epidérmico] que aquello era materialmente un espectáculo.

El príncipe de Tebas y el soldado fanfarrón han pasado una vez más por el Festival de Mérida. Dentro de veinte años recordaré todavía la transfiguración de Ernesto Alterio para respirar como Edipo. Dentro de una hora [acaso cuando termine de escribir este artículo] olvidaré que existió aquel Miles Gloriosus como, con certeza, Pepe Viyuela ya ha procurado ignorarlo.

Espectáculo adversus cultura. Y no viceversa. La segunda tiene la capacidad de incrementar los conocimientos humanos; el primero, la peculiaridad de atraer fugazmente merced a una sola pretensión: el divertimento de un público volátil entregado a lo efímero. El debate sigue abierto y los interrogantes, en su sitio de costumbre. Así desde hace años. También en esta ocasión.

Sea en nuestras cercanías o en ciudades ajenas, la vivencia bajo un mismo techo de una manifestación cultural y un espectáculo de masas resulta siempre tan desatinada como infructuosa. Una y otro existen, pero no habríamos de procurar que coexistiesen. El espectáculo concebido exclusivamente como un elemento capaz de atraer a un mayor número de personas para esparcirse al margen de la reflexión y el pensamiento, forma parte de la masa y de la media, es connatural y, acaso, inevitable. Sin embargo y lamentablemente, la cultura es soslayable por una mayoría, que ha sido habituada a no ser, simplemente a estar.

Dando esto por cierto, la discordancia entre una y otro debería resultar incuestionable. El divorcio, imprescindible. Y no es así, ni en nuestros ámbitos más reconocibles ni en las lejanas distancias. Una actuación cultural adecuada estaría impelida a desligar el trigo de la paja, a sabiendas de que, si uno y otra resultan necesarios para la supervivencia, son alimentos para especies diferentes. Del trigo brota el pan; de la paja, nada.

El debate se mantiene en lo alto, así desde los años del diluvio. Arrastramos una civilización cada vez más incivilizada, en la que el pensamiento es asunto tedioso y la banalidad un estilo de vida. Tiempos de lo efímero, estaciones de lo falso. No habría de extrañar, pues, la mezcolanza, el revoltillo, ni los afanes de una simple mayoría: nacer, crecer, reproducirse y morir. No pensar, no ligamentos, no futuro. Un desierto de ideas nos engulle. Un amasijo de despropósitos campa con desenvoltura en nuestros predios. Prestos los arreos, nos movemos sin hacer camino. Pues si camino se hace al andar [es decir, al ir de un lugar a otro], nuestros pasos no se extralimitan hoy más allá del círculo. ¡Qué espectáculo!

lunes, 8 de septiembre de 2008

Vinisteis y os vais. Ascendéis y descendéis, viajeros en una noria gigante, desde los cirros hasta el llano. Os vi llegar este año, en invierno y primavera, despiertos ante la sorpresa de una nueva edición que debería haberse dispuesto para la magia y las emociones. Compartí con vosotros pasiones y rutinas en despachos, noches y madrugadas en las piedras o en el bar.

Recuerdo que os amo cuando ya no estais. La fiesta ha concluido.

Marchais a vuestros cuarteles de invierno. Aquí me quedo otra vez, cerca de la mala tierra, confundido por las tristes leyes. A diez pasos del maligno; a veinte de quien supuse cercano en la batalla y hoy intuyo contra mí; a treinta de vuestro gabinete, tantas veces compartido, ahora silencioso; a cuarenta de la puerta de la calle, que esta mañana abordo sin vosotros, rumbo al café de las diez en un bar con cucarachas.

Vinisteis y ya os habéis ido. Quizás la siguiente primavera alguno regrese a este semisótano, pero acaso entonces yo no esté. Os vais -¿nos vamos?- por última vez.


Tenía 14 años y un colmado tan repleto de luz que optó por escapar de él para encontrar el aire lejos del hogar, para esconder sus abrazos en unos prados tan lejanos que necesitó sembrar el camino con montículos de piedras para no extraviar el regreso en medio del trigal. No contaba todavía con la edad suficiente para conocer el tiempo y su memoria blanca sólo alcanzaba a reconocer la lluvia que se encharcaba bajo a sus pies. En la escapada era displicente con una voz lejana que gritaba su nombre ante la extrañeza de no divisarle en el horizonte, pero le despreocupaba su congoja. Quería únicamente que su sombra se fundiese con el trigo dorado, que sus labios se uniesen a otros labios y que enjugasen mieles y aromas de tomillo, que sus dedos se deslizaran, dos a dos, por las formas de otro cuerpo para aspirar el asombro de lo desconocido
.
¿Qué resta hoy de aquel tiempo? Una rancia foto de juventud, de dos cuerpos desnudos junto al río, cuando desoían el eco de la voz que les reclamaba para escuchar sólo un viento suave, la cortina de agua sobre las hojas y el chapoteo de sus pies en el agua. Después, agotados por la algarabía y extraviados en la noche, el sueño acostumbraba a encontrarles a varias leguas de casa, mientras procuraban ahuyentar el miedo entre los mínimos abrazos de amor que la edad les permitía.

Cuando desde varias leguas les alcanzaba la lluvia, el desamparo de sus cuerpos era prohijado por el agua, que cubría la tierra hasta ocultar el rastro de las piedras en la senda. Entonces brotaban las urgencias, se desataban sus labios humedecidos. Pasado el temor y ante la realidad levísima, un clamor de voces alcanzaba la cercanía, aquellas que les llamaban sin apenas conocer sus nombres.

Pero ellos optaban por alejarse de sus ecos para correr hacia la cañada y asilarse en el farallón que habían alzado para esconder sus juegos prohibidos en los días de plenilunio. Semejaba una torre en el desierto: el suelo de cáñamo acogía las canciones de navíos y bucaneros; la azotea rezumaba calor con su presencia; la primera piedra era del país que les albergaba; los peldaños de la escalera que conducía a sus secretos surgieron de tantas horas vividas juntos; al fin, una veleta vertical a la tierra que dispusieron al viento cada día.

En aquel refugio supieron que el tiempo no existía, pues sus cuerpos desnudos resultaban invisibles y nadie les conturbaba. En él permanecieron hasta que la brisa de bonanza anunció una melodía. Pero volvieron las lluvias.

. . . . . . . . . . .

Él regresó muchos años después, ante otros gestos y frente a otros rostros, cuando ya era tarde y su cuerpo había asumido que la madurez no resultaba más que un naufragio de pasiones que se deslizaban por las hombreras de su chaqueta de cuadros. Entonces los rumores de Sinatra no olieron a hierba húmeda en la pradera, ni a Whitman, ni a él mismo, porque ya era imposible recobrar los ecos de aquellos domingos de party con meriendas de amor y chocolate.

Una brisa de olvido alcanzó la ventana cuando sonaron los primeros acordes de ‘Once upon a time’; de nuevo el viejo Sinatra procuraba inútilmente la melancolía. Lo susurraba entre el viento, similar al que muchos años antes había esparcido por el campo su inocencia. Cesada la canción, la lluvia alcanzó a la ciudad, que se convirtió en un mar plagado de istmos sin nombre. En aquella tarde de domingo se despidió una a una, acaso para siempre, de las voces, de los ecos de su tiempo de cerezas, tantos años después de la distancia.

domingo, 10 de agosto de 2008


¿En qué lugar del cerebro permanece la conciencia del pasado? Las mesetas de la memoria, las depresiones del tiempo, ¿dónde se ocultan? El paseante conoce la condición del coliseo que le acoge, las gradas sin fin, el cielo lejano, los rostros sin facciones en la escena sobre los que no existe el pasado, en los que no se refleja el futuro. Esa antigua calzada indescifrable pronuncia su nombre para acallar la memoria, para estampar sus huellas en la suavidad de la tierra y divisar el horizonte sin mirar atrás.

Recorre el hemiciclo romano entre la densidad de unos seres anónimos, desértico, y las piedras le recuerdan su nombre. Con el deambular aprendido, su figura se refleja en las inmensas columnas y comprende el mensaje: allí tienen lugar las representaciones presentidas, los escenarios anhelados y nunca existidos. Camina sin rumbo, vagabundo impertérrito entre la farsa, donde soñar es imposible.

El monumento es parte de una ciudad provinciana en la que los edificios, a varias leguas del cielo, suicidan la imaginación. El paseante calza el desengaño, se expone a la luz y evita las palabras. Afable a la indigencia, desnuda a medianoche los presagios, ajenos, turbios, intransitables. Si en ocasiones se reconoce sobre las depresiones del tiempo, su memoria calla, porque ya es tarde. Tarde para deletrear un nombre y desnudarlo sin pudor, para fragmentar la conciencia en su intento de reconocerse vivo en un ámbito apacible. Puesto que el paseante nació después de la muerte, todo le es extraño frente a la batalla: lanza su mirada hacia atrás y no reconoce al enemigo.

Habría de regresar, descubrir en cada drama los secretos de la pasión, saludar a los que fueron suyos con la conciencia de un beso y acariciar sus figuras bordando una sonrisa, no rehuir la mirada al tropezar con el abrazo rebosante de afecto, no reprimir el suspiro con los dedos en la comisura de sus labios. Cuantos quiso se fueron hablando de mesetas a rostros que él desconocía, encharcándose en la estela de ciudades en ruinas. Pero todos estuvieron aquí, es cierto, en este teatro del pasado y sin futuro.

Al cabo, vivir en este espacio no es más que modular con precisión la soledad: palabras cálidas, gradas que aceptan sus pasos por un módico silencio. Persistencia y antídoto a la muerte. Nacer cada madrugada a mitad de la cávea en una noche oscura, tan impenetrable que el aire trasciende a la ciudad donde nunca habitó devorado por los recuerdos.

Existe aprendiendo a no volver, calculando el horizonte con temor a lanzar atrás su mirada y convertirse en estatua de sal. El verano es a veces demasiado largo para compartir la soledad, las noches de calima en la versura donde nunca ha sabido mencionar al futuro por su nombre, el jardín colgante sobre el peristilo en el que, ante la mesa y la cerveza, lapida el calendario. El momento en que los actores se convierten en ausencia, en pleamar de imposibles iniciales. Y entonces mira hacia poniente en lo más alto del recinto, rema su vista con lentitud hacia otro aliento, y acepta. Que ya no es imprescindible existir con ansia de azoteas, que ha llegado hasta allí únicamente para reconocer las voces de aquellos que se fueron.

En ese instante el sueño posible termina dulcemente, como la herida en la que ya no persiste el dolor, como la soledad de ese teatro vacío. El paseante alza su cuerpo de la silla y se acoge a la calzada en la que todavía resuenan los saludos de cuantos quiso y el tiempo ha destruido. Alcanza la calle tras la verja y, al tiempo, su certeza: durar con esfuerzo, limitar el espacio, sobrevivirse.

martes, 29 de julio de 2008

Espoir

On reviendra. J'ai une espérance de l'espoir. Le temps, s'il veut, accorde le temps.

domingo, 20 de julio de 2008


Tiempo de lo falso al filo de los labios, tiempo de un mal sueño: la palabra dicha, la mirada confusa, el deseo presentido, el amor trasnochado, todo ha pasado por él como atraviesa el aire la gaviota, desde el cielo hasta el mar, en picado, con un vuelo progresivo que, al cabo, choca súbitamente con el agua. Y ahora [acompasado de nuevo a su bonhomía, recuperado] él se pregunta por qué la presuntuosa liviandad descompuso sus formas, qué estúpido frenesí trastocó su inteligencia de hombre adulto para ofuscarse en un anhelo temporal [tan reprobable, innecesario] con lo que nunca pudo ser, con lo que nunca ha sido, con lo que hoy ya no siente, porque el tiempo reconduce los caminos y acomoda las pasiones, al menos cuantas desbocadas cruzan sin destino las llanuras de su edad.

Ahora asume la razón de los actos cometidos, la explicación de sus persistencias cotidianas, la intromisión de su escritura en los aspectos más delebles de aquella a quien, ebrio de un arrebato extemporáneo y tardío, provocó la desazón y el desorden [perdón]. Hoy, cuando al fin el hombre regresa a su morada habitual y se reencuentra con su sombra sobre la mesa de trabajo, pone el lógico punto final a un libro nunca escrito, redacta minuciosamente un epílogo sin letras y después, conforme consigo mismo, rehabilitado, lo expande por los rincones de su casa. Hasta aquí la ventolera. Por fin y por principios.

Apenas sin querer y cuando tenía cubiertas casi todas las etapas de su vida, él volvió a cometer los mismos desaciertos que a los treinta años, aunque sin aceptar que entonces la pasión era posible y ahora sólo ha resultado una mirada al calidoscopio desconchado por el tiempo. Quizás porque la luz primaveral le devolvió una imagen aparentemente olvidada, un perfume, un color, un vestido para las tardes de ceremonias exactamente iguales que entonces. Y en ese estado fue necesario un solo instante para zozobrar en la melodía de otro nombre, en el concierto de otro sueño que [ahora lo comprende] nunca llegó a ser más que deseo, y exigiendo mucho esfuerzo.

Concluida la sinrazón de la mirada y la esperanza, vuelve a los antiguos ritos, con la pluma y la tinta azul, con la fotografía distinta, pero en lugar semejante. Y la palabra justa se recompone en su memoria exactamente donde antes. Y el añejo abrazo a cuantos quiere y le quieren regresa a semejante actitud. Nada o tal vez completamente todo [entendedlo] ha cambiado en su morada de rituales donde descansa el pasado y se conforma el futuro con el horizonte ofrecido de nuevo a su mismidad, estrictamente suya, intransferible.

Hoy, desprendido ya de tan brusca obstinación, se acoge a su entrañable soledad en claroscuro, y se apacigua. Todo pasó, todo acabó como era justo que lo hiciera, sin un principio: esquinas de la nada. Vuelve a ser él en la luz de la mañana, en los sueños de aguaceros, en las jornadas de trabajos compartidos, en las noches de jardín y bambalinas. Y comprende que a su edad el tiempo recompone los estadios de la mente con mayor lentitud que a los cuarenta, pero concluida esa labor, almacena la experiencia y la protege de intrusiones.

Al fin y al cabo, las cosas son como son y por siempre. Fue inútil su pretensión de mantener encendidos los anhelos en la niebla de la noche. El tiempo no se ha hecho para que recuerde lo imposible ni para guardar silencio tras la guerra conscientemente olvidada. Porque la vida no es como la vestimos con nuestra mirada.

viernes, 11 de julio de 2008


Se marchó más allá de los caminos hasta tocar el mar. Rozó el agua con esa mano que, un día antes y por última vez, se había amparado en el brazo de Federico. Miró profundamente al horizonte, ojos negros que prefirieron lo visible a lo invisible. Se detuvo en el infinito, sin prisa y en silencio, ni arriba ni abajo del muelle; después anduvo unos pasos, ascendió hasta la cubierta del ‘Orinoco’ y observó el cielo. Bajó la vista y respondió hasta pronto a cuantos le dijeron adiós. Entonces, con una lentitud acostumbrada, el buque comenzó a surcar el mar.

Se marchó más allá de las olas hasta tocar la tierra. Allí inventó frases, pensamientos, días, pequeñas historias con el mismo remitente: el deseo de volver pronto a su casa, donde aguardaban para ella sus más limpios manteles y la mejor sonrisa de sus flores. Giró por Cuba y Argentina con la promesa de postales en las que anunciaba siempre que en septiembre amarraría en Santander, para alcanzar más tarde el Principal de Barcelona. Pero entonces se abrieron las entrañas de su patria, el cielo se oscureció de pronto y desvaneció para siempre los caminos del retorno.

Exiliada, extraviada y excoriada, pero remansada por la nostalgia, 33 años después y en un atardecer de primavera, Margarita reposó su senectud en el sencillo muro de piedra erigido frente a su casa de Punta Ballena. Después alzó su cuerpo, dio unos pasos y se cobijó en la sombra del zaguán. Entonces el dolor le alcanzó como se quiebra el cristal. Consciente todavía, todos los recuerdos cruzaron por sus ojos como una lluvia de asteroides y, quizás por última vez, acordó su memoria a la de su patria para asumir una vez más la fugacidad de su estela de actriz. Como Moretti sentenció frente a la tumba de Brecht, Margarita sabía que si de los poetas queda la palabra, de los cómicos nada permanece. Su voz, su gesto, su enjuto cuerpo ya no pudieron recomponerse tras las bambalinas. Murió en un hospital uruguayo el 25 de abril de 1969.

¿Es posible amar a quien nunca hemos conocido? Yo tengo esa certeza. Este artículo, estas palabras han surgido merced a mi íntima deuda personal, no transferible, con Margarita Xirgu Subirá. Palabras ascendentes como la hiedra en su fidelidad, en su armonía, como la espuma cuando rompe sobre la cresta del acantilado tanto en la calma como en la tempestad. Ésta es la luz que de ella he recibido, ésta la herencia que me ha dado Margarita; la amo, porque es mía como el color de su nombre, y la amo además porque nunca la conocí. Porque he sido obligado a inventar su mirada, sus contornos, sus recuerdos innominados que he vuelto habitables. Amo su muerte, su forma de morir, porque me anima a vivir, a aceptar la incomprensión y la violencia con que el desalmado acostumbra a caer ahora sobre su tierna sombra sin otra determinación que la alevosía.

Ni cuantos me leéis ni yo mismo habremos conocido a Margarita más que en los ámbitos añejos de daguerrotipos y fotografías, o en los celuloides primitivos. Quienes ahora suponéis que este mundo es vuestro habréis de saber que hace 75 años fue suyo, aquí, en nuestra cercanía y en el Teatro que, en estas fechas, ilumina cada noche su escenario. En ese Teatro que entonces fue estrictamente suyo buscad la soledad, sentaos en una piedra de la cávea y amad a esta mujer, como yo hago ahora en el equilibro de luz del ocaso, en el sosiego. Aprehended su rostro en vuestras retinas, cerrad los ojos entonces como si la llegada de la noche anunciase su retorno. Como un espacio sin voz hacia lo hondo oculto. Y soñadla a vuestro gusto.

sábado, 5 de julio de 2008


Alcanzado el punto de no retorno, oteas el camino recorrido y te confortas frente a la inmensidad del paisaje de tierra y agua, abrupto en pedregales erosionados por los ciclones en donde tu fortaleza encuentra la razón de subsistir y la justificación de su empeño; desgastado por el oleaje de la Costa da Morte, donde habitan las fuertes corrientes, perviven los temporales y donde las repentinas cerrazones de niebla desencadenan múltiples naufragios. De Fisterra a Cereixo: de los sedantes aguaceros al silencio de un paraje ofuscado en el abandono de las normas. Aquí el tiempo no atraviesa a la piedra [adorada porque es el fin de la tierra conocida], ni la flora se merma en el camino, convertido en un tobogán elástico. Aquí la luz se preña de las tonalidades del mar para, finalmente, parirlas en la atalaya.

Y aquí, ebrio de dicha, acampas la memoria. Jugueteas con la fortuna, sintonizas tu ánimo con el de las viejas correderas, con el sueño de los hórreos que se alzan desmembrados entre los escarpes del pretérito. Junto a un viejo campanario cubierto de hiedra, en una colina, procedes a purificar en el fuego cuanto has escrito: las hojas azules en las que tu juventud puso, con tinta negra, nombre y apellido a las delebles pasiones; los cuadernos con tapas de hule que contienen centenares de arcaísmos, definidos uno a uno para enriquecer tu lenguaje; los enroscados artículos que precisaste escribir para sonorizar el silencio; los libros que has publicado. Verbo y fuego, una conjunción ineludible si, como supones, tu pretensión es consumarte en el gozo con la penitencia del olvido.

En la austeridad de los muros de Cereixo, entre sus reducidas calles, en sus vetustas construcciones, en el cementerio de la iglesia románica [sepulcros floreados, lápidas con austeros epitafios] pones coto al pasado, puesto que en él fue breve el descuido, fugaz el tiempo, copioso el amor y ajena la desdicha. Vives aquí la muerte, la aposentas en la hojarasca de otoño que cubre los pórticos de piedra y de adobe, la recibes junto a la costa en donde las olas alcanzan mayor altura que la niebla; la vives tanto que regresas a la pureza para sentirte desprovisto de normas, leyes, dictámenes.

Cuando te aproximas a una piedra de abalar, la mueves sin pecado con la esperanza de que aumente tu dicha y te regale los sueños que no sueñas o, aún más adecuado, aquellos en los que nunca volverán a estar cuantos nombres el aire y el fuego han convertido en ceniza. Sumerges la imaginación de tu duermevela marina en paisajes que nunca has conocido, incluso en amores que fueron y hoy quizás aún te mencionen [seguramente en calma] y aprendes a no soñar con lo que al despertar recuerdes.

Vives aquí, en la Costa da Morte, en donde el tiempo se detiene sin baldones en beneficio de la leyenda, de las ciudades sumergidas en el mar o bajo las piedras. Vives para desnudarte de las ansias que a nada conducen, para imaginar el principio de los tiempos, permitir que el cielo se funda con la tierra y que de esa unión nazca la vida en los acantilados, como la armeria, como los pétalos inmaculados de silene. Por eso, en el lugar más deshabitado de la costa, desbocas tu dicha y acampas definitivamente la memoria. Reencarnado, oteas de nuevo las sendas que has cruzado, los paisajes abruptos que te trajeron hasta el fin de la tierra conocida, y rememoras los años que empleaste en el viaje, los seres que en la ruta ocuparon tus ansias y tus penas. Cuanto fue, hoy es ceniza. Como a un barco sin fanal, la Costa da Morte ha provocado el naufragio de tus utopías. Y ahora, como piedra de culto, permaneces.

domingo, 29 de junio de 2008




Sucede, cuando alcanzas la edad del no retorno, que has de protegerte de los sentimientos que amenazan con desbordar tus límites, de las situaciones al margen que a nada conducen, o quizás únicamente al desconsuelo. Que debes cubrirte y, sin esconder el presente, evitar los momentos de esperanza. Porque la esperanza es imposible.
Aléjate de la fanfarria, nunca más aceptes ser tentado por ella, por los festejos nocturnos que arruinan tu templanza. Protege tu dolor entre sábanas blancas, sueña que no sueñas o, aún más adecuado, sueña que en tu sueño nunca volverá a estar ella, la prohibida, la inalcanzable. Sumerge la imaginación de tu duermevela en paisajes que nunca has conocido, incluso en mujeres que fueron y hoy quizás aún te mencionen [seguramente en calma], no sueñes lo que al despertar recuerdes. Evita ese tormento.
Y cada día, en el trabajo, ocúltate de una palabra, no tientes a tu mirada, porque tu infierno te acecha, el infierno de tu edad y tu figura, contra el que nada puedes. Ten conciencia de todo lo que sucede a tu alrededor y de que aquello que pretendes que ocurra, es imposible.
Has alcanzado la edad del no retorno. En ella te encuentras solo, lo sabes, solo y desamado. No aprendas a vivir con este lastre, sino a erguirte con toda dignidad. Aunque la indiferencia que necesitas y el olvido al que habrías de llegar sean hoy tan inciertos como el tiempo que te resta hasta la marcha.

Fotografía
Con Margarita Xirgu, exposición en el Teatro Español, mayo de 2008

martes, 24 de junio de 2008

Tu reviens

Je ne crois pas au destin, ma chérie C., bien que je soupçonne que le hasard conditionne notre vie. Quand une personne disparaît de notre vie dans la jeunesse et réapparaît quarante ans après, sans s’annoncer; quand moi même ai écrit dans ces dates autour d'elle, sans savoir exactement pourquoi, le hasard finit d'irrumpir à nous. Et nous ne la méprisons pas, tout le contrarié, nous la traitons comme si elle était un nouveau-né, nous la couvrons des tulles pour qu'elle ne se refroidisse pas, pour qu'elle apprenne à vivre entre nous.

Je ne crois pas au destin, ma chérie, mais tu reviens maintenant et je tu reçu. Avec enthousiasme. Comme s'il était hier réellement. Et sans te connaître déjà, sans savoir comment tu es maintenant, sans savoir de toi depuis presque quarante ans, j'ai recommencé à m'émouvoir. Et peut-être à t'embrasser. Comme alors.

lunes, 16 de junio de 2008

Equilibrio

No soy feliz, pero tampoco soy infeliz por ello.
'The history boys'

domingo, 15 de junio de 2008

En adelante

Escapar a los paisajes que no vi, a las ciudades que nadie visita. Y pasearlos, ni contigo ni sin ti, lejos de las tristes leyes.

Respuesta

¿Enamorarse? Como cambiar de tren en una parada al azar.
'Northern exposure'

Intención

Para seguir adelante hay que desprenderse de algo.
'Northern exposure'

sábado, 14 de junio de 2008


Sucede en estos trances que la vida es un paraje en el que perdurar es difícil, puesto que los cuerpos nunca se doblegan tras el zarpazo inesperado. Y la Lógica entonces se ausenta de las estancias tan invisible como Plutón, cuando se adorna con el casco de las Cíclopes. Tan desmedida como Perséfone, encadenada en los infiernos por sustentar la jugosidad de sus labios con una granada, quebrantando el ayuno. Tan grotesca como Caronte, al cruzar las almas a través de los pantanos del Aqueronte, exigiendo su óbolo. Tan alada como Tanato, hermano del Sueño, hijo de la Noche, genio de la Muerte. Tan turbada como las Erinias, velando la incertidumbre de los mortales, distanciándose de los dioses con látigos y antorchas, domeñando las tinieblas del Érebo. Tan gélida como las aguas del río Cocito, donde fluyen los lamentos. Tan desmesurada como los Alóadas, cuyos sentidos atormentan lechuzas y serpientes, en castigo de los dioses. Tan fatal como el Éstige, cuyo cauce moldea las entrañas de la Tierra, convertido en brazo del Océano. Tan desoladora como Fames, unida a la Pobreza en el vestíbulo de los infiernos, incitando a la destrucción de nuestros cuerpos. Tan abrasada como el Flagetonte, cuyos rápidos calcinan nuestras ansias. Tan quebrantada como Leuce, eternizada como álamo blanco tras morir en el Tártaro, donde todavía hoy se brinda a Heracles desde los Campos Elíseos. Tan en carne viva como Cerbero, que embarga nuestra libertad y amedrenta los sueños.

Sucede que la Lógica detenta el intelecto y que el minotauro asalta la armonía de los juicios. Todo o tal vez completamente todo -entendedlo- ha de cambiar en el curso de los días. Nada o tal vez completamente nada -suponedlo- enmendará el futuro si el desacierto persiste; si los que pueden, no quieren.

La Lógica y la bestia

Sucede a veces que el criterio pronunciado con rigor y corrección no basta, que la razón se pervierte cuando el minotauro resurge de su oscura morada para intentar emponzoñar la inteligencia en medio de su bochornoso laberinto de desmanes, incongruencias, órdenes, dislates y barbaries. Sucede entonces que la Lógica se resguarda en el rincón más distante de la estancia, aturdida y desordenada ante el brutal ataque, debilitada por los rugidos de la bestia y por su pelo erizado -tan escaso a sus años-, por sus patas delanteras que desafían a la presa, que cortan el aire como el revuelo veloz de los brazos de un demente al recibir un tratamiento de ‘shock’.

Sucede que el minotauro atezado por el sol milimetra los movimientos de su ataque, mientras sus fauces despiden un olor putrefacto, un hedor de palabras en descomposición escupidas con zafiedad, con desprecio a la Lógica, a quien el minotauro odia porque, en su pertinaz locura, él no puede tolerar la razón de sus actos, la explicación perspicaz e ingeniosa de sus causas. Porque la bestia -la historia se repite siempre, siempre- mimetizó hace ya muchos años el alarido mefistofélico de uno de sus antepasados: ¡Muera la inteligencia!”. Y lo hizo suyo.

Cuenta la crónica escrita en el mismo campo donde, entre rugidos y afrentas, el minotauro intentó librar recientemente otra masacre descomunal, que apareció de la espesura oculto por las sombras de la tarde. Aparentó cobardía, dio muestras de cordero destetado y, en esas, eligió a su víctima: aquella que, aquel día, el tiempo y las dolencias convirtieron en más frágil, aquella entonces más sensible; pero aquella, en fin, que era su tormento. Supo al verla que sería capaz de escupir las más densas lenguas de lava, mientras un poderosísimo orgasmo mental disparaba sus neuronas para instalarse en sus ojos, ígneos como el fuego. La Lógica, como cigüeña distraída en sus almenas, ocupaba entonces los anhelos en reconstruir primorosamente su nido, el mismo que intentó aniquilar a dentelladas el minotauro tiempo antes.

La crónica que ha llegado hasta mis ojos cuenta que la bestia infernal blandió la fealdad de su rostro de izquierda a derecha, siguió escupiendo para intimidar a la presa y, tras conformar un semicírculo con sus dos patas delanteras, atacó del modo más feroz que se hubiera presenciado hasta entonces. Lanzó su desproporcionado cuerpo hacia atrás y, abducido por un descomunal odio, observó “apenas un rasguño en un muslo inmaculado”. El minotauro supo entonces de la fortaleza de la Lógica, de sus “bellos ojos enrojecidos, que no podían esconder la herida abierta”. Sulfurado hasta las entrañas, tentó un nuevo embiste. Ajustició con saña, una vez, y otra, y otra. La Lógica fue lanzada a las alturas, volteada como a un trapo, con “la femoral casi abierta”. Entonces, la bestia “decidió dejarlo por hoy”, cuenta la crónica, “no acabar con ella de momento”. El analista concluye en la advertencia: “Volverá, porque los minotauros siempre vuelven”.

Sucede a veces que aquellos que no quieren oír, prefieren ocultarse en la espesura. Sucede, como ahora, que aunque hombres y mujeres sean llevados al laberinto para ser el alimento de la bestia, no surge quien asuma el coraje de Teseo para adentrarse en la morada infernal y hacer desaparecer al minotauro. Y así la vida, pienso, se convierte en una dejación de decisiones, en un polvorín de desmanes, dislates y barbaries, mientras la creación y la inteligencia saltan por los aires. Doy por cierto, sin embargo, que el último elemento poderosamente vivo sobre el campo de batalla -pese a los ataques de la bestia- será, ha de ser, perseveraré para que sea la Lógica.

Días de gloria

No es día de color
de rosas. Ni de olvidar que guardo
entre mis brazos la vecindad de entonces:
el viso de mujeres
que rozaban mis lágrimas,
esa frágil compaña de ver bailar los ojos
cuando los ojos iban de la vida
a lo inerte,
vislumbrando a destajo algún desasosiego.
Y así, como entre líneas,
colmo de música y ginebra
y algodones de esquinas donde poner un nombre,
librar la voz de Paul Anka
de alguna oscuridad no decidida.

De lo que sí doy cuenta
es de que los días eran siempre noticia que dar,
lista de hielo de los árboles
que sajaban mi piel,
y acaso de bajar las palmeras a mis manos
hasta tocarme entero
-aunque sin convicción-
la propia dejadez de mi desnudo.

José Antonio Zambrano

jueves, 12 de junio de 2008

El minotauro ataca de nuevo

Tras unos días aparcado en el burladero, se asoma entre las sombras. Cobarde, asustado, elige a su víctima. Aquella que ese día esté más desvalida, más sensible, más insegura. Allí, al fondo, la ve, es una cigüeña distraída en sus pensamientos, ocupada por el trabajo de construcción de su nido. Mira a un lado y a otro. El minotauro se siente seguro... y cornea. Primero da un giro rápido de cuello, apenas un rasguño en un muslo inmaculado. Da un paso atrás para observar su obra. Comprueba la fortaleza de su víctima. Ve unos bellos ojos enrojecidos que no pueden esconder la herida abierta... y embiste de nuevo. Una y otra vez. Su víctima es lanzada por los aires, una ofensa tras otras, la femoral casi abierta... y el minotauro decide dejarlo por hoy, no acabar con ella de momento. Pero volverá. Porque los minotauros siempre vuelven.

Del blog http://lascosasquenoimportan.blogspot.com/

martes, 10 de junio de 2008

Portugal

En la memoria viva de Cabo Espichel, su santuario y su calima: la indescriptible tierra del fin del mundo, donde el viento embellecía a la piedra y donde supusimos que el Sol, yuxtapuesto con el mar, cantaba con nosotros el último aria de Tosca.

En los fogones medievales del monasterio de Alcobaça, acosados por los fantasmas cistercienses, entre tu dolor y mis ausencias.

En la mata do Buçaco, prendidos en acequias y riachuelos; en las once ermitas siempre a mitad del microclima; en las estancias manuelinas de palacio, junto a sus frescos y azulejos, bajo sus techos moriscos y con los versos de Sophia de Mello sobre la cama con dintel.

Nos amamos.

De aquello hace nueve años. Era septiembre.

Tú hoy me lo recuerdas, cuando yo no lo he olvidado.

Atardecer en la Residencia

Desorden de poniente en los altos del Hipódromo. Mientras me adormece la cadencia del poema leído por Trapiello, emergen los fantasmas de aquellos residentes que, en los años 20 y 30 de otro siglo, animaron estas salas. E imagino madrugadas que alentaron aquí mismo, con un aura de internado, de catacumba y de tasca, al tiempo que el brillo de los espejos reflejaba la puesta de largo de la gracia y el talento y la incipiente primavera, como ahora, traspasaba los ventanales.

Sigue el poeta leyéndose a sí mismo, y desvela enamorado la inexorable belleza contenida en los versos que dejan sin amparo a su intimidad. Un revuelo furioso de palabras torcaces se eleva por las esquinas de la sala. Queda desnuda, y en conciencia, el alma del poeta.

Habla la gente. Cierras las puertas. Nuestros pasos se alejan haciendo crujir la gravilla inestable del paseo. Entre los arbustos del jardín ya oscurecido, los gatos encelados se aman a dos voces.

[Texto de Fátima en torno a nuestro enésimo encuentro en la Residencia de Estudiantes, con Andrés Trapiello, la lluvia y los fantasmas]

Poema inconjunto

Nunca fui sino un niño que jugaba.
Fui pagano como el sol y el agua,

de una religión universal que sólo los hombres no tienen.
Fui feliz porque no pedí cosa alguna,
ni procuré hallar nada,
ni creí que hubiese más explicación
que la de que la palabra explicación carece de sentido alguno.

No desée sino estar al sol o la lluvia,
al sol cuando había sol
y a la lluvia cuando estaba lloviendo
(y nunca lo otro),
sentir calor y frío y viento,
y no ir más lejos.

Una vez amé, creí que me amarían,
pero no fui amado.
No fui amado por la única gran razón,
porque no tenía que serlo.

Me consolé volviendo al sol y la lluvia,
y sentándome otra vez a la puerta de casa.
Los campos, al fin,
no son tan verdes para los que son amados
como para los que no lo son.
Sentir es estar distraído.

Fernando Pessoa

Enclave

Por ese valle oblicuo que ni el nuevo
camino no atraviesa
ni el viejo junto al agua
de los juncos almendros
ruina de la caseta
viña que
abandonasteis id
a buscar mi razón
de estar aquí siguiendo

Aníbal Núñez

Exiguo

A veces no sabes que has cruzado una línea hasta que ya estás al otro lado. Y entonces es demasiado tarde.

lunes, 9 de junio de 2008

Un acto de amor

La tristeza no pervierte. Al menos cuando acontece como consecuencia de la manifestación de la verdad, de esa verdad imprescindible para mantener o acaso recomponer la propia honestidad ante quien merece mi deferencia, mi agradecimiento y mi afecto.

Esta verdad ha sido un acto de amor, estoy convencido. Un acto de respeto, imprescindible. Pese a que te desconcertases al oír cuanto tú habías intuido, pese a que yo quede desde ahora a expensas del viento. Con el tiempo, con las cosas, sé que estarás conforme con mi decisión. Era preciso decirla, por consideración hacia ti, por dignidad, por cercenar la duda, por limpiar las cartas de un juego confuso, hasta ahora enmarañado y sin final posible.

Por tu bien, probablemente por el mío.

Ahora, en este momento, la tristeza colma mi mente, pero al cabo y después de varios meses me acompaña un cierto, aunque extraño, sosiego. Hice lo que debía hacer, lo que sé hacer. Ya todo está limpio, sin tretas, sin dudas, sin intuiciones, sin dobleces. No fue porque, por supuesto, no podía ser.

Llega el momento, sin embargo, de vivir con la verdad. Eso no puede dañarnos. Nunca más.

sábado, 7 de junio de 2008

La paz, por fin y al cabo

Aposentado con delicadeza frente al cuaderno que en aquel año de luces recibiste en un cumplenadas, te ofreces al recuerdo sereno. Abierto, holgado, confortable con el tiempo que pasó, la memoria te posee desde los ojos al cerebro. Te hospedas en los días que la pasión creó para vosotros. Para ella, Teresa de tus primeras tardes, a quien quisiste en la quimera de un poema leído junto al fuego en Parada do Monte, tan lejos de las leyes, tan cerca de la tierra; para ella, Solange, con quien anduviste acallando el sonido de los ríos en Los Oscos para escuchar su voz narrando rutas que tú habías supuesto inaccesibles. También los días se crearon para ella -no lo olvidas-, tu hermosa Catherine, dueña de las tormentas, señora de las sendas que recorristeis, de las cabañas que os cobijaron en el sur y en el oeste de su Galia sin que apenas se uniesen vuestros cuerpos, porque amarse por la noche no fue entonces la consumación de vuestro amor, sino la complicidad de la palabra.

La palabra que esta tarde certifica cuanto fuiste y tu bienestar con el presente, aposentado ante un cuaderno colmado de notas, de memorias, de citas con su remarcada letra: “On jette un blue-jeans usé, on recolle un livre abîmé, on regarde une photo ratée et on pleure sur une fleur séchée...”.

Los días también se crearon para ti, pues a todas ellas quisiste en el viaje, pues las amaste en la larga peripecia de tres años sin retorno.

Ahora vigila la nostalgia, porque es tan desbordante como los puertos pedregosos de la Costa de la Muerte en medio del invierno. La nostalgia hace blandir las olas para que rompan con arrogancia antes de alcanzar la orilla, atrapa en arcos de espuma, enajena. Cuida la razón, amigo, y si te ofreces al recuerdo, madúralo, ábrelo a la sabiduría que has alcanzado desde los altos farallones del tiempo; no tropieces, no claudiques ante sus cantos de sirena: placeres imposibles, arrebatos comparables únicamente con cuanto fue de ti y hoy pertenece a otros cuerpos, ya no tuyos.

Tu mirada serena y profunda envejece como el papel de los libros que has leído, como aquel tratado de Ángel González que has conservado durante dos tercios de tu vida en la mesa de estudio y reflexión y ahora, porque así lo quisiste súbitamente, se extiende en otras manos o acaso permanece custodiado con ternura y empatía en la impasible opacidad de una gaveta. Saborea la paz contigo mismo y con los próximos para quienes tu carácter perdura: abierto, confortable con cuanto trazas, decides y regalas. No busques en jardines azules la verde esperanza, no la encontrarás. Ni la juventud que ya has gozado: Teresa, Solange, Catherine y cuantas llegaron después para acuñar contigo el arte y el amor. Si supones que el tiempo existe para permitirte desearlas cuando ya nada desees, procúrate primero un vaso largo, descorcha la botella y embriágate levísimamente y en silencio.

Entonces, aposentado con cariño frente al cuaderno que hace tantos años recibiste, ofrécete de nuevo al recuerdo, porque estarás habilitado para ordenar cuanto quisiste, para amar de todo aquello lo preciso, es decir, lo imprescindible. Recupera de los estantes los libros ya leídos, sumérgete en Villon, desnúdate en Pavese, abrásate con los versos de Valente o rememora con orgullo el tratado de Ángel González que poseíste tantos años. Si aciertas a sobrevivir seducido por los aguaceros de Vallejo [en París, naturalmente], concíliate contigo, exactamente así, como ahora has hecho. Y cuando el sueño te alcance, imagina que arde el mar, lo dijo Gimferrer, y también que “esta tarde existe sólo porque existes tú”.

Nubes doradas

A cualquier país que llego
no amo otro momento
que aquel de divisarlo. Nunca
pude decir dos veces bien venida
a la misma mujer.

Respetarse uno mismo.

Pensar.

Veo crecer los rosales que planté.
Destapo la última botella del último
pedido.

Miro
cómo mi vida salva cuanto hay de noble.

Por ti, oh cultura, y por todos
los que vivos o muertos me hacen compañía, bebo.

Más allá del tiempo y de mi cuerpo,
bebo. Lleno
de nuevo el vaso. Dejo
que lentamente el alcohol vaya cortando
los hilos que me unen
a esta barbarie.

Y con la última
copa, la del desprecio,
brindo por los que aman como yo.

José María Álvarez
'Museo de cera'

Escribir

"Escribir, más que transmitir un conocimiento, es acceder a un conocimiento. El acto de escribir nos permite aprehender una realidad que hasta el momento se nos presentaba de forma incompleta, velada, fugitiva o caótica. Muchas cosas las conocemos o las comprendemos sólo cuando las escribimos, Porque escribir es escrutar en nosotros mismos y en el mundo con un instrumento mucho más riguroso que el pensamiento invisible: el pensamiento gráfico, visual, reversible, implacable de los signos alfabéticos".

Julio Ramón Ribeyro
Del libro 'Prosas apátridas'

Cuando tenía 14 años, comencé a escribir. No he dejado de hacerlos desde entonces. ¿Comprendo las cosas sólo cuando las escribo? Probablemente. Lo cierto, sin embargo, es que la escritura centra la idea y, en muchas ocasiones, nos dirige hacia la luz, contrarresta el caos.

Coach

Nunca había oído hablar del 'coach' y, aún así, estoy inmerso desde hace dos días en una sesión especialmente dispuesta para convertirme en 'coaching', es decir, entrenador de decisiones, acelerador de partículas que bogan en un mar de dudas, que han de saltar y no se atreven. Yo, presunto futuro 'profesor', he recibido hoy un duro golpe: el de la verdad. El entrenamiento ha incluido el recibir en mí mismo una sesión de 'coach': análisis del problema expuesto, objetivos, decisiones, consecuencias... A corazón abierto, a cerebro partido, ha resultado trágico.

Escuchar la realidad de uno mismo por boca de otro -experto, pero otro-, es una experiencia peligrosa para quien, como yo, ha puesto un alto parapeto ante los anhelos arriesgados. Dramática. Hubiera preferido un psicoanálisis. No me siento aliviado.

Pero la situación está ahí, más ahí que antes, más clara. Y las disfunciones también. Y los temores. Y la situación corrompida. Injusta. Deshonesta. Qué desazón escucharlo en boca de otro.

domingo, 1 de junio de 2008

Un tiempo irrepetible

A dónde iréis. En qué lugar recogerán vuestros esfuerzos, devorados por el rojo pompeyano y el laurel. Qué nuevo país será amparo de desengaños, descanso a vuestras manos cruzadas por lo incierto. En dónde crecerá vuestra memoria del pretérito. Confundida la libertad, derivado el amor hacia la carencia, será remoto este lugar en que exististeis creciendo hacia la gloria. Dónde deponer la tiranía que amordaza vuestros prados, vuestros juicios: tren de la emoción asaltado por el minotauro; vuestra inteligencia, recinto inexpugnable a sortilegios que hoy surge sonora ante la historia.
Engañada la libertad en la contienda, dónde conducir el ingenio, en qué destino culminar los esplendores de un abrazo rescatado, la ternura de los ritos en los cauces, el concilio de cigüeñas sobrevolando a la piedra desde el cielo brumoso del crepúsculo.
No es posible sobrevivir en el naufragio, exculpar la desmesura, declinar el parapeto de la herida en tránsito a un incierto país de turbulencias en el que nunca habrán de ser vuestros rostros alud de soledades, vuestros labios comisura de silencio a los presagios, vuestros ojos mil arcos de calvarios y el pequeño hogar donde zozobréis, avaricia del recuerdo, pero nunca desdeñado.
A dónde iréis, aceptada la pérdida, prendida la luz que desveló la evidencia de la marcha, qué país recordará en adelante las celosías donde hurtasteis al enemigo sus desmanes, en penumbra de astucias templadas a nuestra hermandad en las estancias. Cómo describir el quebranto, sentir la presencia de la libertad en el eco de lo híbrido, en la tibieza de una geografía sin rebozo, en la indignidad del exilio, en el simulacro de amor sobre el que ahora vuestros cuerpos se derraman.
A dónde irán vuestros abrazos devorados por la nostalgia, las máscaras recíprocas que esconden las cenizas del pasado. Desconcertada libertad, calvario de distancias, morada de naufragios, recinto inaccesible a sortilegios.
Hubo un tiempo en que creísteis en el propósito y la belleza entonces creció en vuestro cuerpo. Os mezclasteis con el reflejo sedentario de los frontis, con la virginidad de las candilejas que sumergían sus luces en la piedra, con el sonido de los dramas que, a la orilla del vergel, destinaban su tiempo a cubrir gradas y orquestas. Fueron vuestras las gracias, pero efímeras, pues un minotauro atezado por el sol persuadió al destino contra vuestra imaginación, precipitó la lluvia de fuego sobre lo diáfano, exhortó al maligno contra vuestros actos, provocó a los idiomas, los torrentes, las fronteras y el exilio. Acallando a los regatos, osó instaurar la monocromía en vuestra mirada, esterilizó los bieldos, los trigales, el pan ácimo y la quietud del sueño.
A dónde iréis desarraigados por su vileza, qué país será llanura a vuestras ansias, desvelo a vuestro aliento, reaparición de la libertad. Viviréis en adelante sin teúrgias, impulsados por los dioses a la inconsistencia de otros diezmos. Pues sentiréis imprescindible la partida hacia otros crepúsculos, saldrán de vuestros labios las palabras precisas para herir al silencio y alumbrar al tiempo, como si nunca hubierais estado aquí, como si vuestros nombres justificaran la historia aún no escrita.
Pero ahora exhumáis la emoción, único viaje que resiste a su vesania. Último consuelo que, a modo de ofrenda, percibís esta noche en que os condenan al éxodo. Será preciso ensalzar vuestros rostros allí donde nadie conozca los idiomas, donde gastéis láudano para extraviar vuestro sueño en otras olas, donde disipéis los escarpes de un espacio lancinante. Porque vosotros hicisteis posible la aventura en un tiempo irrepetible.

jueves, 29 de mayo de 2008

EL REENCUENTRO

Resituarse en un bar, en la esquina del ruido. Ajenos al entorno. Por fin, mirarnos de frente y escuchar, reconocer, entristecerse... comprender.
Inevitables, aliviadoras lágrimas en tus mejillas. Bárbaras verdades, amorosas crueldades. Lo cierto, lo inexcusable.
Abrumadoras lágrimas surcando velozmente mis entrañas. ¿Por qué me enseñaron a no exteriorizar el llanto?
Al cabo, comprendo. Mi error, tu pena; mi olvido, tu distancia; mi desconsideración, tu desarraigo; mi descuido, tus respuestas. Finalmente entiendo y, ocultándome ante ti, lloro por dentro.
Más tarde te reconozco y me reencuentras. En la esquina del ruido, inmersos en un bar no deseado, perseveramos por regresar a nuestro íntimo e indivisible tiempo de cerezas, por reencarnarnos en nosotros mismos, en lo que hemos sido, en lo que procuraremos ser el uno con el otro.
Esto no es amor, al menos el sentido de amor que tú no ofreces ni yo arriesgo. Pero, con certeza te lo digo: merecería serlo. Quizás así me concebirías plenamente, quizás así te halagarías sensible, tierna -exactamente como eres- y, con lucidez, nos advertiríamos cómplices. Pues lo somos sin decírnoslo, pero nuestra introversión acostumbra a dejarnos indefensos, uno al otro.
Después de mucho reconocer y comprendernos, te despido con un abrazo indescriptible; me despides con la extrema cercanía de tu cuerpo con el mío. Me estremezco, te conmueves.
Esto no es amor, pero merecería tanto que lo fuera.

miércoles, 28 de mayo de 2008

Basta

Entender a veces es posible. Comprender, en ocasiones, lo conviertes en un empeño imposible. Sin explicaciones.
No comprendo, no te comprendo.

sábado, 24 de mayo de 2008

Harmonía



“A veces el alma se descuida y te deja un pedacito de alegría”
Mario Benedetti
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Últimos días de mayo. El recuerdo se mide en planos de agua perpendiculares al aire: llueve y escribo. Sobre ti, once años paridos unos a uno; me enternece la memoria de tus gestos, la sombra de una silla abandonada con los años donde acomodaste tu cuerpo. Tú de ayer, efímero, volátil, capaz de sobrevivir al diluvio y de devorar los tiempos de sequía con una manzana entre los labios. Tú me conmueves medio siglo después en cada rincón de esta pequeña ciudad extranjera que no conociste. Me perturban tu razón y tu recuerdo, inteligencia y memoria, el enjambre de tu inocencia ignorada por la lluvia, tu pasión por la tierra recién humedecida en primavera.

Cae la luz sobre la ciudad sin nombre en que ahora habito. Mientras el enésimo cigarro de este día arde en los labios, sueño con quien fue cuerpo de mi cuerpo, y mientras se desliza la noche por los resquicios de los balcones repito con añoranza los gestos que tuve, los rituales cariñosos en el teatro infantil de guiñoles y fanfarrias. Abordo a la noche encarando la magia de una infancia bajo el agua en los veranos de tierras prometidas, en el mirador de luz desde el que divisaba paisajes ignorados.

Agostada la hierba que cubrió nuestros senderos, cincuenta años después tú regresas a ellos en el equinoccio de las formas y me alientas a la escritura, como homenaje contenido a aquellas estaciones de Harmonía en que exististe aprendiendo a madurar en estanques circulares, bajo la sombra de albaricoqueros y acacias. En aquel lugar desertaste del tiempo, conociste el pecado y te satisfizo: creciste tan lejos de las normas que tu cuerpo se resistió a aceptar la existencia del castigo. Y todavía se resiste.

El sueño se extiende más allá de la lluvia de mayo. Fuera de él te desconozco. Y tú, con tus once años paridos uno a uno, pretendes que lo persiga como a una mujer que, desnuda, escapa de mi boca antes del amor. Precisamente ahora que llueve sin razón y el silencio se apresa de las calles inhóspitas que extravían la Historia, propensas al olvido, pues el tiempo habla en voz baja.

“Nada puede conservarse tal y como se deja, sólo podemos esperar que quien nos ama guarde nuestras cosas con cariño”, dijo Katharine Hepburn a Spencer Tracy en La llama sagrada. “Y nuestras locuras y fracasos, también”, respondió Tracy. En consecuencia, yo te conservo en lo más profundo de mi sombra, porque fuiste el hogar donde reposaban las llanuras, el solsticio de las voces pasajeras, la infancia iluminada por la seducción de lo desconocido, irradiado por el último verso de la invisible memoria: “Durer n’est rien, mais se survivre…”.

Aunque todavía me distraiga ver arder al verano, el tiempo ya no es mío. Años después, acaso pudieron nacer las horas ante tu primer libro de poemas urdido en el lenguaje, ante el primer amor que conoció tu cuerpo en el último verano no existido. Acaso ante la intransigencia de las palabras, como la herida donde perdura el dolor, como la soledad de un sendero nocturno. ¿En qué lugar permanece la conciencia del pasado? ¿las mesetas de la memoria, aquellas tardes en que a punto estuviste de mencionar al futuro por su nombre?

Existo aprendiendo a no volver, pero escucho todavía el reloj de agua, la fuente de piedra, el jardín de aligustre y hierbabuena, la alameda de estatuas, los arquitrabes del cielo, los surcos de heno y de rocío, el aroma del membrillero. Mi país. Escucho todavía los pasos en la senda de adelfas, donde tan sólo el viento transporta el recuerdo de mi infancia y en la que quedó registrada la paz y el motín de inocencias. Mi país, al que nunca he de volver.

miércoles, 21 de mayo de 2008

FA

¿Y por qué tanto mentirnos, y por qué tanto abrazarnos
si ni tú ni yo existimos en esta nada adorable?

martes, 20 de mayo de 2008

En esencia

Aunque ninguna ley perpetúe el sueño, nunca despertarás. Mañana serás olvido. ¿Qué restará de tan delirante liturgia? Sólo tú, poeta, y tus cicatrices.
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Nombres diminutos

Fue la palabra cortesana que anuncia placeres ignorados, la desesperación del tedio, la mujer que llega a puerto y congenia con estibadores y prostitutas, la navegación de los ríos que fluían por las cuencas de su cuerpo, el fruto que, abandonado por la rama, escarchó por las mañanas en mi lecho, caverna del deseo. Y hoy llega el momento de vertebrar mi pasado, la borrachera de nombres que nos legamos [diminutos], inscritos en nuestra historia encuadernada. Y hoy somos vestuario y utillaje, libreto y bambalinas de un espectáculo que representa a diario nuestras contradicciones: “A la leve pasión que nos sorprende, la torpe indiferencia le sucede”.

Tragasables

Dos amantes al borde del abismo aferran sus manos a una zarza ardiente. Visten las palabras para encubrir su orgullo. Las desnudan más tarde para que se extravíen en medio de histogramas. A la pasión le ofrecen el calibre de la lógica como dos tragasables habituados a caminar en el límite ante el reducido público que les observa. Y, finalmente, el abismo les sorprende.

Espejismo

Escribe de cuanto precise tu afecto, regresado del viaje al cabo del fin del mundo. Regala tus palabras como el río sus torrenteras al desafiante nadador escoltado por las montañas. Alcanza la altura de tu sueño, transmite el signo del placer en los versos que recreas y escucha a Pavarotti, su voz de arena y caracola.

Escena en claroscuro

La memoria se abisma en el descuido del verso, en el enjambre de milagros que fluyen del hacedor de palabras. Algo tan improcendente como volver cada noche a la habitación pignorada y sonreír a mi perra que ahora agita la cortina buscando una salida hacia su hogar, y mirar a sus ojos para conocer su pregunta: “¿Dónde estamos? No es ésta mi cama, no son éstas mis sábanas”. Algo tan inapropiado como eludir la respuesta y atusar su lomo entre los brazos para fingir el exilio que desvelan nuestros actos. Y la memoria se abisma en el descuido.
Definir lo incierto, Jara, es emplear las palabras de forma inadecuada, pues lo que el hombre sabe nunca termina de escribirse y de lo que desconoce alguien siempre inoportuno se anticipa a la búsqueda. Dar razón al instante que ahora se posa en su hocico es tanto como desvariar súbitamente ante el despropósito de la escena. Definir lo incierto, terco empeño para esta perra extraviada en el perfil de la cama, insomne, en correcto amasijo con la almohada. Su extrañeza se suma al ámbito de lo no deseado: “¿Dónde estamos tú y yo?”. “Imprescindiblemente aquí, Jara, aunque la caricia te enajene”. Aquí, es decir, en ningún sitio.

Insomne

Describir la ambigüedad. Siento el escozor de no haber existido más que para estar, para usar las palabras de modo innecesario, pues lo que sé, está escrito, y alguien siempre inoportuno se anticipa a los vocablos.

Describir la ambigüedad, tener después de tantos años la habitación pignorada donde cursa la luz sobre mi historia y decirme qué euforia tramontana trastocó mi cinética y me hizo escritor.

Describir la incertidumbre. Marcada la medianoche en esta pequeña ciudad, detallarla es palpar las paredes de una casa sin hogar, desconocer la turgencia de unas sábanas, cuadros, carteles, medallas, muebles que nada recuerdan; ahondar en la certeza de saberse ajeno, durmiendo en cama de otro, apagar la luz y transpirar la oscuridad inoportuna.

Y uno entonces es huésped de su sombra.

Seducción de las túnicas

Y aquello fue amor. Síncope y colapso. Rostro entre el embozo, piel vigente al tacto, hombro entre unos labios, inmolación del deseo, cilicio ardiente. Una onda de luz recorrió la estancia desde las ventanas vacantes al otoño. Al fin, la última convulsión junto a las formas, el simulacro del orgasmo. ¿Y aquello fue amor?
Cuarenta años después, el sincretismo de la edad dispuso su memoria para recordar el colapso, la noche adolescente con el deseo en el tacto, el jubileo de las formas, el surtidor de palabras y secretos sin medida. “¿Y aquello fue amor?”, se preguntó en voz alta cercano al semáforo y la acera. Detuvo su paso en la calzada, a riesgo de atropello; un niño fijó la vista en su desvelo y pensó: “Mis amigos no me creerán: un cura llorando sentado sobre un paso de cebra”.

Manifiesto lúcido

Ahora que me he convertido en un ente subjetivo [con la ventana abierta a fin de no intoxicarme tontamente con el humo del cigarro], ahora que doy pasos de tortuga con el verso, supongo que llegaré a viejo y lo haré con entereza. Más que nada por mí mismo [perro sabio por perro, no por años], por el adorable tiempo que transcurre ajeno a la felicidad, tan insufrible, tan innecesaria. Etcétera.

Disposición formal

Siempre aproximo la madrugada a mi poesía, es una costumbre indeleble. Si la noche es fría, la pena se coagula; si calurosa, se aplaca el brío. Fumo con exceso cuando escribo, expulso humo y problemas por la boca que estorban al normal funcionamiento del organismo [ambos]. Consiste en lograr el suficiente grado de apatía para decir: al diablo con las conjeturas, no más introversiones con la almohada. Aunque, al cabo, comprendo que esto de vivir es difícil, considerablemente más difícil de lo que, en mala hora, me machacó la catequesis. Y asumirlo en cada madrugada, cuando escribo, cuando surgen de la pluma las verdades bárbaras.

Presente perfecto

Me deleito en paz con un cuerpo que desconozco, y le hablo como a una flor dispersa, como a estrella polar, como a gaviotas. Bajo su cuerpo, su nombre, que no me pertenece, pero he adoptado su sombra. Observo la oscuridad lloviendo océanos, y no la quiero, pero la poseo ahora, en esta primera cita, extranjera azul, extranjera.

Este país no es mi país, huyo del derrumbe sin comprender nada. Mi deseo es seguir tan sólo esta noche junto a su cuerpo [esta tragedia de existir no es nuestra tragedia]. En silencio, cubro su vientre con las hojas de mis manos ansiosas y me deleito en paz, vacío de promesas, como premonición de la lluvia, sin hacer preguntas y sin jurar silencio: anónimo, emigrante, pertrechado.

Pues que sólo quedan las palabras, consumo el deseo. Envuelvo su destino en mis brazos, su pulso acelerado. Necesito su rostro, su beso asilvestrado, su piel acompasada por las cítaras, su cintura de violín arqueándose en nuestra danza como suave bosanova, armoniosa, interminable. Nada restará de esta noche si no profetizo, nada dolerá al evocarla si no hablo, pues sólo quedan, duelen, arañan, torturan las palabras.

Nunca la negaré, aunque silencien mi canto, aunque corten mi vuelo; nunca la negaré si mi lengua soporta la tortura, efímera presencia. Extranjera que nada dice, sino su pelo, sus uñas en mi carne, no solamente el mar entre mis pies.

En el límite

En la ensenada de arcilla, al borde del verano, aceptas que la vida se comprometa con tu cuerpo a ofrecerte una plácida vejez, a creer que volverá otro diciembre y otro y otro, que se sucederán los años en esta reducida ensenada de arcilla, tan al borde del verano.

Tarde de primavera

Cuando, al cabo, escribes acerca de su rostro, detienes la pluma para poseer el momento en el que aparezca su sombra. Entonces encadenas su imagen a tu cuerpo y cierras los ojos para gozar sumiso de cuanta tentación supuso cada día [en el frío de una estéril tarde de primavera].

Comme un cheval blessé

Nunca volverás a San Juan, donde fuisteis felices sin conocer a Villon, con un vaso de coca y la orquesta de añil interpretando una mazurca. Aunque te pida revivir vuestra pureza y bailar otra vez, los blue-jeans comme un cheval blessé. Porque los años propicios para el desvarío no tienen cabida sentados hoy en California [comme deux petits bourgeois] evocando a la juventud. Nunca regresarás a San Juan con un equipaje de besos y su bikini amarillo tan casto entre tus dedos.

Tarde en venta

La distancia es infinita [como un abrazo sin dueño]. Acepta: el mundo ya no es parte de tu juego y una voz falta a tu cita de poeta veterano.
La distancia con tu recuerdo es infinita, esta tarde en que sigues sonriendo a la lluvia y buscas sin éxito la razón de estar vivo por los surcos de esta tierra de blues, de este vendaval de inconsistencias.

ES DECIR, NUNCA

Me invitas al olvido. Oculto en el futuro que tuviste bajo tormentas de cólera y dulzura me entregas un verso de Vallejo: “Riega mis desiertos con tu sangre”, y me invitas al olvido.
Rehúsas escribir una palabra engarzada al papel como la pluma, que pretende únicamente renombrarte en otra madrugada. En este amanecer desmantelado me evitas el mal trago de leerte.
En consecuencia, doblas el papel, pliegas la carpeta, enfundas la pluma que reposa en tu mano, desocupas la mirada y alzas el cuerpo del asiento. Tras colocar delicadamente el sillón diez centímetros debajo de la mesa das unos pasos, cruzas la puerta y encaras el corredor. Me dices: “Despídeme de todos, educadamente, como siempre”. Cruzas el umbral para no volver nunca. Es decir, nunca.

Hogar en paz

En esta pequeña ciudad envejecéis en verano para empezar otro invierno con la promesa firme de vivir en pleno orden, disponer cada tarde de unos brazos calientes, cada noche de una sábana tibia. Y eso os basta.
Gotea, gota a gota, un mundo de paz entre vosotros. Y lo llamáis vivir porque escondéis la vida, sin lugar a la locura para un momento de crisis. Así habéis construido vuestra ciudad y así os basta. Llamáis vivir a este refugio contra la aventura, a esta ausencia de coraje para salir a la calle cada mañana con un nombre diferente. No son los años quienes humillan estos cuerpos sin astucia, es vuestro nihilismo.

Volvéis al hogar. Duerme vuestra mujer desde hace horas. Se hace tarde...

No name

He trabajado duro. Hoy incluso más que ayer, todavía. He terminado el día harto de trabajo, pero es la única manera que conozco de aguantar el aluvión de preguntas: ¿Merece la pena?