Infancia de pan y chocolate por la tarde, en medio de la más hermosa nada. Recuerdo de un tiempo de cerezas dispersas por las surcos de la dicha. De cuanto pasó entre nosotros, de cuanto vivimos sin comprender la rotación de los astros, la noche repentina, restan exclusivamente los aromas [jazmín entre los labios, madreselva en primavera], permanecen tan sólo los sabores [limón y mermelada, ámbar de la vida]. Así transcurrió todo, el placer entre los álamos, la primera pasión bajo las acacias, el efímero roce de unos muslos en el mirador de las sombras. Más tarde, cuando nos alcanzó la madurez sin apenas darnos cuenta, extraviamos los ensueños para acoplar el tiempo a nuestra razón y a la lógica.
Los cuantiosos años que hemos vivido desde entonces se nos revelan yuxtapuestos; en consecuencia, imprecisos e incapaces de disociar la libertad del acatamiento, el arrebato de la cautela. Y ahora, de súbito, escribimos a mitad del sobresalto y el descuido, pues cuanto el tiempo enseña, la vehemencia desbarata: repentinamente, la vida discurre como un río indomable, aguas que renuncian a su cauce para inundar los vedados donde mora el incontenible fruto delicioso, árbol del Edén, seducción invicta.
Escribimos a mitad de la zozobra y el quebranto, lejana ya la juventud, arraigada la madurez profunda, horadada por datos, signos, quehaceres, permanencias… cotidianeidad engorrosa que se impuso a la utopía sin saborearla apenas. Y al cabo, cuando durante tantos años todo ha persistido cabalmente dispuesto en nuestras estancias, ordenado y pulcro, ahora que la edad registra y delata incluso nuestros pliegues más insignificantes, volvemos a escribir de un tiempo de cerezas, agrandamos el horizonte y fortalecemos las palabras como si realmente nada hubiera sucedido desde ayer. Provocamos a los calendarios, recuperamos los días transcurridos y nos ataviamos con el empeño que enajena los aromas y sabores de otro tiempo.
Si algo marca el rumbo de la vida es, sin duda, el deseo. “Esa imposible búsqueda de todo lo que está más allá” -escribió Jesús Munárriz- “a la que debo cuanto de valioso, hermoso o placentero encontré más acá”. Por él contemplamos una y otra vez los paisajes luminosos, disfrutamos los rostros de unos pocos y colmamos nuestros días con el sonido de sus silencios y sus ecos.
Recordamos y olvidamos, pues vivimos para envejecer, nunca a la inversa. Nuestros cuerpos se arropan con sombras indecisas y nuestra memoria se quebranta junto al paso de los años, pero el afán permanece acuñado en las entrañas, imperceptible a veces, descuidado y solitario, prudente y sosegado. Aun en ese trance, el deseo marca el rumbo de la vida.
Las palabras reclaman la pervivencia de la belleza, pero no conciernen al tiempo los anhelos, sino a la estrechez del instante, al esplendor intempestivo que, por serlo, luce con el doble de intensidad, deslumbra y arrebata. Nace y muere en la brevedad, como nosotros, pues somos un destello en el cosmos, polvo de estrellas. Conscientes de nuestra fugacidad, más deseamos cuanto más vivimos. No habríamos de morir con el estigma de un ansia no consumado. Si los años sucedieran en proporción indirecta a nuestros gozos, deberíamos contarlos a la inversa, regresar desde la profunda madurez hasta la juventud incompleta, vivir de nuevo. Recomponer los calendarios con propósitos que se han desvanecido entre la prudencia de la edad. Recuperar las estaciones transcurridas y los cuerpos codiciados que ahora sólo conocen nuestro nombre. Entonces nunca sería cierto, sin embargo, que ese entusiasmo fuera impropio.
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