Habita una isla en el lugar más extremo de la Tierra. No conoce la felicidad, pero acepta la fortuna, el encanto de lo fértil, excedido de la sombra de lo mágico. Sabe que vivir es perdurar, lo cierto, lo inequívoco en el silencio que precede a la pureza del éxtasis. Penetra en la luz seducido por un sueño, por la revelación de lo perfecto, por la razón de la armonía; un sueño en el que circula por corredores sin retorno, perturbado por el lienzo azul de una mirada. Acaricia lo absoluto junto al arrecife asaltado por el estallido del oleaje. En el mínimo espacio concedido por el tiempo, sacia lentamente su entusiasmo. Y concibe un espejismo.
Orienta cada día la ruta de los barcos desde el prodigioso faro en el que mora. Observa y atiende sus destinos, aunque nunca los alcance. Delicado, sutil e idealista, el vigilante ama lo vedado, lo que no puede ser. Por la noche, mientras alimenta con óleos el resplandor de la atalaya, medita sobre el origen de su bienestar, sobre la embriaguez de su inteligencia ante la firmeza de un rostro delineado en el horizonte, auténtico pero inalcanzable. Duerme solitario como la flor del arándano. De madrugada concluye que la libertad es compatible con la ausencia.
En la primera luz de la mañana, su mirada recorre los indicios de los años sobre su cuerpo iluminado por la exuberancia de la primavera: ha visto demasiado el mar y codiciado demasiado el paraíso. Despojado de su lecho, siente frío. Recoge el jergón, dispone la sábana y abre la ventana: sólo el aire y la efervescencia de las olas topan con su rostro. El resto es silencio en esta isla asentada en el lugar más extremo de la Tierra. El vigilante cruza el umbral de su casa y afronta el camino cotidiano que le conducirá a lo fecundo, a la sombra de lo mágico donde recala cada día. Pulso cardinal en el que, transeúnte, se apasionará a contratiempo. Presagio de espejismos.
Puesto que donde existe la luz crece la sombra, donde se descifra el enigma penetra el tiempo, el vigilante ha dispuesto sus días junto al faro abdicando de la tristeza, desnudando la oscuridad contenida en el paisaje acostumbrado. Recorre los jardines de la ínsula fecunda como un niño con cabás, vistiendo racimos de prodigios, hacinando palabras en la comisura de sus labios, vocablos con los que tejer certidumbres que sustenten el rumbo de las naves, el destino de sus rutas, aunque nunca las alcance. Si se despista al ubicar una ciudad en el mapa, si su tropiezo colma la rosa de los vientos, el vigilante solicita un armisticio a los oyentes del descuido y asume su inconsciencia, fruta temprana.
En el crepúsculo se encarama al farallón y observa cómo el azul se extiende más allá del día y las olas se convierten en un enjambre de milagros, en un vértigo de caricias bajo el horizonte inflamado por el Sol. Sabe entonces que nadie habría de morir lejos del mar, condenado a su ausencia sin haber sido poseído por el ímpetu del deseo.
Cuando acontece la oscuridad por las paredes del ambigú, el vigilante prende un día más los óleos que iluminarán a los navegantes, desciende del faro y sale a la noche. Entonces, una mano firme se acerca hasta su rostro y tres dedos serenos halagan su barbilla, mientras una voz sólida y afable le declara: “Yo te quiero”. Como si persistiese una ola sobre la cresta de una roca, el vigilante se conturba para ofrecerle la más audaz de las respuestas, pero calla. En consecuencia, aposenta la mirada sobre el vestigio de sus años: vivir es perdurar, lo cierto, lo absoluto. Consciente del ensueño, alza la vista y se aleja senda abajo, noche entrada, sin ruido. Acepta el espejismo.
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