Me invitas al olvido. Oculto en el futuro que tuviste bajo tormentas de cólera y dulzura me entregas un verso de Vallejo: “Riega mis desiertos con tu sangre”, y me invitas al olvido.
Rehúsas escribir una palabra engarzada al papel como la pluma, que pretende únicamente renombrarte en otra madrugada. En este amanecer desmantelado me evitas el mal trago de leerte.
En consecuencia, doblas el papel, pliegas la carpeta, enfundas la pluma que reposa en tu mano, desocupas la mirada y alzas el cuerpo del asiento. Tras colocar delicadamente el sillón diez centímetros debajo de la mesa das unos pasos, cruzas la puerta y encaras el corredor. Me dices: “Despídeme de todos, educadamente, como siempre”. Cruzas el umbral para no volver nunca. Es decir, nunca.
Rehúsas escribir una palabra engarzada al papel como la pluma, que pretende únicamente renombrarte en otra madrugada. En este amanecer desmantelado me evitas el mal trago de leerte.
En consecuencia, doblas el papel, pliegas la carpeta, enfundas la pluma que reposa en tu mano, desocupas la mirada y alzas el cuerpo del asiento. Tras colocar delicadamente el sillón diez centímetros debajo de la mesa das unos pasos, cruzas la puerta y encaras el corredor. Me dices: “Despídeme de todos, educadamente, como siempre”. Cruzas el umbral para no volver nunca. Es decir, nunca.
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