jueves, 29 de mayo de 2008

EL REENCUENTRO

Resituarse en un bar, en la esquina del ruido. Ajenos al entorno. Por fin, mirarnos de frente y escuchar, reconocer, entristecerse... comprender.
Inevitables, aliviadoras lágrimas en tus mejillas. Bárbaras verdades, amorosas crueldades. Lo cierto, lo inexcusable.
Abrumadoras lágrimas surcando velozmente mis entrañas. ¿Por qué me enseñaron a no exteriorizar el llanto?
Al cabo, comprendo. Mi error, tu pena; mi olvido, tu distancia; mi desconsideración, tu desarraigo; mi descuido, tus respuestas. Finalmente entiendo y, ocultándome ante ti, lloro por dentro.
Más tarde te reconozco y me reencuentras. En la esquina del ruido, inmersos en un bar no deseado, perseveramos por regresar a nuestro íntimo e indivisible tiempo de cerezas, por reencarnarnos en nosotros mismos, en lo que hemos sido, en lo que procuraremos ser el uno con el otro.
Esto no es amor, al menos el sentido de amor que tú no ofreces ni yo arriesgo. Pero, con certeza te lo digo: merecería serlo. Quizás así me concebirías plenamente, quizás así te halagarías sensible, tierna -exactamente como eres- y, con lucidez, nos advertiríamos cómplices. Pues lo somos sin decírnoslo, pero nuestra introversión acostumbra a dejarnos indefensos, uno al otro.
Después de mucho reconocer y comprendernos, te despido con un abrazo indescriptible; me despides con la extrema cercanía de tu cuerpo con el mío. Me estremezco, te conmueves.
Esto no es amor, pero merecería tanto que lo fuera.

miércoles, 28 de mayo de 2008

Basta

Entender a veces es posible. Comprender, en ocasiones, lo conviertes en un empeño imposible. Sin explicaciones.
No comprendo, no te comprendo.

sábado, 24 de mayo de 2008

Harmonía



“A veces el alma se descuida y te deja un pedacito de alegría”
Mario Benedetti
.................................................

Últimos días de mayo. El recuerdo se mide en planos de agua perpendiculares al aire: llueve y escribo. Sobre ti, once años paridos unos a uno; me enternece la memoria de tus gestos, la sombra de una silla abandonada con los años donde acomodaste tu cuerpo. Tú de ayer, efímero, volátil, capaz de sobrevivir al diluvio y de devorar los tiempos de sequía con una manzana entre los labios. Tú me conmueves medio siglo después en cada rincón de esta pequeña ciudad extranjera que no conociste. Me perturban tu razón y tu recuerdo, inteligencia y memoria, el enjambre de tu inocencia ignorada por la lluvia, tu pasión por la tierra recién humedecida en primavera.

Cae la luz sobre la ciudad sin nombre en que ahora habito. Mientras el enésimo cigarro de este día arde en los labios, sueño con quien fue cuerpo de mi cuerpo, y mientras se desliza la noche por los resquicios de los balcones repito con añoranza los gestos que tuve, los rituales cariñosos en el teatro infantil de guiñoles y fanfarrias. Abordo a la noche encarando la magia de una infancia bajo el agua en los veranos de tierras prometidas, en el mirador de luz desde el que divisaba paisajes ignorados.

Agostada la hierba que cubrió nuestros senderos, cincuenta años después tú regresas a ellos en el equinoccio de las formas y me alientas a la escritura, como homenaje contenido a aquellas estaciones de Harmonía en que exististe aprendiendo a madurar en estanques circulares, bajo la sombra de albaricoqueros y acacias. En aquel lugar desertaste del tiempo, conociste el pecado y te satisfizo: creciste tan lejos de las normas que tu cuerpo se resistió a aceptar la existencia del castigo. Y todavía se resiste.

El sueño se extiende más allá de la lluvia de mayo. Fuera de él te desconozco. Y tú, con tus once años paridos uno a uno, pretendes que lo persiga como a una mujer que, desnuda, escapa de mi boca antes del amor. Precisamente ahora que llueve sin razón y el silencio se apresa de las calles inhóspitas que extravían la Historia, propensas al olvido, pues el tiempo habla en voz baja.

“Nada puede conservarse tal y como se deja, sólo podemos esperar que quien nos ama guarde nuestras cosas con cariño”, dijo Katharine Hepburn a Spencer Tracy en La llama sagrada. “Y nuestras locuras y fracasos, también”, respondió Tracy. En consecuencia, yo te conservo en lo más profundo de mi sombra, porque fuiste el hogar donde reposaban las llanuras, el solsticio de las voces pasajeras, la infancia iluminada por la seducción de lo desconocido, irradiado por el último verso de la invisible memoria: “Durer n’est rien, mais se survivre…”.

Aunque todavía me distraiga ver arder al verano, el tiempo ya no es mío. Años después, acaso pudieron nacer las horas ante tu primer libro de poemas urdido en el lenguaje, ante el primer amor que conoció tu cuerpo en el último verano no existido. Acaso ante la intransigencia de las palabras, como la herida donde perdura el dolor, como la soledad de un sendero nocturno. ¿En qué lugar permanece la conciencia del pasado? ¿las mesetas de la memoria, aquellas tardes en que a punto estuviste de mencionar al futuro por su nombre?

Existo aprendiendo a no volver, pero escucho todavía el reloj de agua, la fuente de piedra, el jardín de aligustre y hierbabuena, la alameda de estatuas, los arquitrabes del cielo, los surcos de heno y de rocío, el aroma del membrillero. Mi país. Escucho todavía los pasos en la senda de adelfas, donde tan sólo el viento transporta el recuerdo de mi infancia y en la que quedó registrada la paz y el motín de inocencias. Mi país, al que nunca he de volver.

miércoles, 21 de mayo de 2008

FA

¿Y por qué tanto mentirnos, y por qué tanto abrazarnos
si ni tú ni yo existimos en esta nada adorable?

martes, 20 de mayo de 2008

En esencia

Aunque ninguna ley perpetúe el sueño, nunca despertarás. Mañana serás olvido. ¿Qué restará de tan delirante liturgia? Sólo tú, poeta, y tus cicatrices.
......................................................................................................

Nombres diminutos

Fue la palabra cortesana que anuncia placeres ignorados, la desesperación del tedio, la mujer que llega a puerto y congenia con estibadores y prostitutas, la navegación de los ríos que fluían por las cuencas de su cuerpo, el fruto que, abandonado por la rama, escarchó por las mañanas en mi lecho, caverna del deseo. Y hoy llega el momento de vertebrar mi pasado, la borrachera de nombres que nos legamos [diminutos], inscritos en nuestra historia encuadernada. Y hoy somos vestuario y utillaje, libreto y bambalinas de un espectáculo que representa a diario nuestras contradicciones: “A la leve pasión que nos sorprende, la torpe indiferencia le sucede”.

Tragasables

Dos amantes al borde del abismo aferran sus manos a una zarza ardiente. Visten las palabras para encubrir su orgullo. Las desnudan más tarde para que se extravíen en medio de histogramas. A la pasión le ofrecen el calibre de la lógica como dos tragasables habituados a caminar en el límite ante el reducido público que les observa. Y, finalmente, el abismo les sorprende.

Espejismo

Escribe de cuanto precise tu afecto, regresado del viaje al cabo del fin del mundo. Regala tus palabras como el río sus torrenteras al desafiante nadador escoltado por las montañas. Alcanza la altura de tu sueño, transmite el signo del placer en los versos que recreas y escucha a Pavarotti, su voz de arena y caracola.

Escena en claroscuro

La memoria se abisma en el descuido del verso, en el enjambre de milagros que fluyen del hacedor de palabras. Algo tan improcendente como volver cada noche a la habitación pignorada y sonreír a mi perra que ahora agita la cortina buscando una salida hacia su hogar, y mirar a sus ojos para conocer su pregunta: “¿Dónde estamos? No es ésta mi cama, no son éstas mis sábanas”. Algo tan inapropiado como eludir la respuesta y atusar su lomo entre los brazos para fingir el exilio que desvelan nuestros actos. Y la memoria se abisma en el descuido.
Definir lo incierto, Jara, es emplear las palabras de forma inadecuada, pues lo que el hombre sabe nunca termina de escribirse y de lo que desconoce alguien siempre inoportuno se anticipa a la búsqueda. Dar razón al instante que ahora se posa en su hocico es tanto como desvariar súbitamente ante el despropósito de la escena. Definir lo incierto, terco empeño para esta perra extraviada en el perfil de la cama, insomne, en correcto amasijo con la almohada. Su extrañeza se suma al ámbito de lo no deseado: “¿Dónde estamos tú y yo?”. “Imprescindiblemente aquí, Jara, aunque la caricia te enajene”. Aquí, es decir, en ningún sitio.

Insomne

Describir la ambigüedad. Siento el escozor de no haber existido más que para estar, para usar las palabras de modo innecesario, pues lo que sé, está escrito, y alguien siempre inoportuno se anticipa a los vocablos.

Describir la ambigüedad, tener después de tantos años la habitación pignorada donde cursa la luz sobre mi historia y decirme qué euforia tramontana trastocó mi cinética y me hizo escritor.

Describir la incertidumbre. Marcada la medianoche en esta pequeña ciudad, detallarla es palpar las paredes de una casa sin hogar, desconocer la turgencia de unas sábanas, cuadros, carteles, medallas, muebles que nada recuerdan; ahondar en la certeza de saberse ajeno, durmiendo en cama de otro, apagar la luz y transpirar la oscuridad inoportuna.

Y uno entonces es huésped de su sombra.

Seducción de las túnicas

Y aquello fue amor. Síncope y colapso. Rostro entre el embozo, piel vigente al tacto, hombro entre unos labios, inmolación del deseo, cilicio ardiente. Una onda de luz recorrió la estancia desde las ventanas vacantes al otoño. Al fin, la última convulsión junto a las formas, el simulacro del orgasmo. ¿Y aquello fue amor?
Cuarenta años después, el sincretismo de la edad dispuso su memoria para recordar el colapso, la noche adolescente con el deseo en el tacto, el jubileo de las formas, el surtidor de palabras y secretos sin medida. “¿Y aquello fue amor?”, se preguntó en voz alta cercano al semáforo y la acera. Detuvo su paso en la calzada, a riesgo de atropello; un niño fijó la vista en su desvelo y pensó: “Mis amigos no me creerán: un cura llorando sentado sobre un paso de cebra”.

Manifiesto lúcido

Ahora que me he convertido en un ente subjetivo [con la ventana abierta a fin de no intoxicarme tontamente con el humo del cigarro], ahora que doy pasos de tortuga con el verso, supongo que llegaré a viejo y lo haré con entereza. Más que nada por mí mismo [perro sabio por perro, no por años], por el adorable tiempo que transcurre ajeno a la felicidad, tan insufrible, tan innecesaria. Etcétera.

Disposición formal

Siempre aproximo la madrugada a mi poesía, es una costumbre indeleble. Si la noche es fría, la pena se coagula; si calurosa, se aplaca el brío. Fumo con exceso cuando escribo, expulso humo y problemas por la boca que estorban al normal funcionamiento del organismo [ambos]. Consiste en lograr el suficiente grado de apatía para decir: al diablo con las conjeturas, no más introversiones con la almohada. Aunque, al cabo, comprendo que esto de vivir es difícil, considerablemente más difícil de lo que, en mala hora, me machacó la catequesis. Y asumirlo en cada madrugada, cuando escribo, cuando surgen de la pluma las verdades bárbaras.

Presente perfecto

Me deleito en paz con un cuerpo que desconozco, y le hablo como a una flor dispersa, como a estrella polar, como a gaviotas. Bajo su cuerpo, su nombre, que no me pertenece, pero he adoptado su sombra. Observo la oscuridad lloviendo océanos, y no la quiero, pero la poseo ahora, en esta primera cita, extranjera azul, extranjera.

Este país no es mi país, huyo del derrumbe sin comprender nada. Mi deseo es seguir tan sólo esta noche junto a su cuerpo [esta tragedia de existir no es nuestra tragedia]. En silencio, cubro su vientre con las hojas de mis manos ansiosas y me deleito en paz, vacío de promesas, como premonición de la lluvia, sin hacer preguntas y sin jurar silencio: anónimo, emigrante, pertrechado.

Pues que sólo quedan las palabras, consumo el deseo. Envuelvo su destino en mis brazos, su pulso acelerado. Necesito su rostro, su beso asilvestrado, su piel acompasada por las cítaras, su cintura de violín arqueándose en nuestra danza como suave bosanova, armoniosa, interminable. Nada restará de esta noche si no profetizo, nada dolerá al evocarla si no hablo, pues sólo quedan, duelen, arañan, torturan las palabras.

Nunca la negaré, aunque silencien mi canto, aunque corten mi vuelo; nunca la negaré si mi lengua soporta la tortura, efímera presencia. Extranjera que nada dice, sino su pelo, sus uñas en mi carne, no solamente el mar entre mis pies.

En el límite

En la ensenada de arcilla, al borde del verano, aceptas que la vida se comprometa con tu cuerpo a ofrecerte una plácida vejez, a creer que volverá otro diciembre y otro y otro, que se sucederán los años en esta reducida ensenada de arcilla, tan al borde del verano.

Tarde de primavera

Cuando, al cabo, escribes acerca de su rostro, detienes la pluma para poseer el momento en el que aparezca su sombra. Entonces encadenas su imagen a tu cuerpo y cierras los ojos para gozar sumiso de cuanta tentación supuso cada día [en el frío de una estéril tarde de primavera].

Comme un cheval blessé

Nunca volverás a San Juan, donde fuisteis felices sin conocer a Villon, con un vaso de coca y la orquesta de añil interpretando una mazurca. Aunque te pida revivir vuestra pureza y bailar otra vez, los blue-jeans comme un cheval blessé. Porque los años propicios para el desvarío no tienen cabida sentados hoy en California [comme deux petits bourgeois] evocando a la juventud. Nunca regresarás a San Juan con un equipaje de besos y su bikini amarillo tan casto entre tus dedos.

Tarde en venta

La distancia es infinita [como un abrazo sin dueño]. Acepta: el mundo ya no es parte de tu juego y una voz falta a tu cita de poeta veterano.
La distancia con tu recuerdo es infinita, esta tarde en que sigues sonriendo a la lluvia y buscas sin éxito la razón de estar vivo por los surcos de esta tierra de blues, de este vendaval de inconsistencias.

ES DECIR, NUNCA

Me invitas al olvido. Oculto en el futuro que tuviste bajo tormentas de cólera y dulzura me entregas un verso de Vallejo: “Riega mis desiertos con tu sangre”, y me invitas al olvido.
Rehúsas escribir una palabra engarzada al papel como la pluma, que pretende únicamente renombrarte en otra madrugada. En este amanecer desmantelado me evitas el mal trago de leerte.
En consecuencia, doblas el papel, pliegas la carpeta, enfundas la pluma que reposa en tu mano, desocupas la mirada y alzas el cuerpo del asiento. Tras colocar delicadamente el sillón diez centímetros debajo de la mesa das unos pasos, cruzas la puerta y encaras el corredor. Me dices: “Despídeme de todos, educadamente, como siempre”. Cruzas el umbral para no volver nunca. Es decir, nunca.

Hogar en paz

En esta pequeña ciudad envejecéis en verano para empezar otro invierno con la promesa firme de vivir en pleno orden, disponer cada tarde de unos brazos calientes, cada noche de una sábana tibia. Y eso os basta.
Gotea, gota a gota, un mundo de paz entre vosotros. Y lo llamáis vivir porque escondéis la vida, sin lugar a la locura para un momento de crisis. Así habéis construido vuestra ciudad y así os basta. Llamáis vivir a este refugio contra la aventura, a esta ausencia de coraje para salir a la calle cada mañana con un nombre diferente. No son los años quienes humillan estos cuerpos sin astucia, es vuestro nihilismo.

Volvéis al hogar. Duerme vuestra mujer desde hace horas. Se hace tarde...

No name

He trabajado duro. Hoy incluso más que ayer, todavía. He terminado el día harto de trabajo, pero es la única manera que conozco de aguantar el aluvión de preguntas: ¿Merece la pena?

Tierra de nadie

Nadie va a ninguna parte. Tú sola edificas los caminos como yo la ciudad de donde procedo. Volvemos al polvo, te mueve el aire opaco del tiempo, medido hacia la luz. Vuela. Vuela sin saber dónde. Yo rechazo la costumbre de mirarte en la distante vigilia del pasado.

lunes, 19 de mayo de 2008

En el mismo río nadie entra dos veces

Tanto por aprender. Tanto por descubrir.
Incluso a ella.
Aprehenderla. Conocerla. Amarla en el límite.
Pero lo que no puede ser es imposible.

Ligero de equipaje

No es ésta mi ciudad. No es éste mi paisaje. Mi ciudad está en otro ámbito, en la trompa del Nilo cercano a Jartún o bajo la frondosa delicia de un seringa en la selva de Manaos. O extraviado en los Oscos, que siempre estarán allí, mis bosques y sus torrenteras, en donde fui dichoso, cuando el cielo era cielo, cuando el niño era niño y las manzanas y el pan le bastaban.
He tomado muchos caminos, morado muchos hogares, trillado varios oficios, ascendido a muchos países en los últimos veinte años. Pero no he logrado hacerme con la suerte del clochard ni la libertad del apátrida. Y hoy, ahora en que escribo, aposentado en este nuevo hogar al que he trasladado mis reducidos recuerdos, acepto una vez más que no es éste mi paisaje. La vida no es un largo río tranquilo. No debe serlo. Pese a tantos años recorridos hasta aquí, pese a tanta necesidad de salir definitivamente de allí, cuanto he conocido en esta ciudad desbarata mi inquietud, me acomoda, y eso me asusta.
De cuantos trabajos tuve, éste que ahora me utiliza habría de ser suficiente. La cultura, mi ámbito; la historia, mi afección; el teatro, un parapeto. Y no. Seis años después tengo la sospecha de que esta etapa ha de acabar. Pudo ser, pero probablemente ya nunca será. Los nombres propios, sus actos, sus perversiones, imposibilitan el reencuentro. Sólo el cariño por unos pocos y el mucho amor me mantienen en vigilia. Lo sé, llegará un día en que no resulte suficiente. Y escapar a los paisajes que no vi, a las ciudades que nadie visita. Y pasearlos, ni contigo ni sin ti, lejos de las tristes leyes.

El domador de versos

El domador de versos se pasaba las noches hurgando en todas las basuras del mundo. Sólo le interesaban las cartas y las fotos. Llevaba cada sonrisa, cada mirada, cada frase de amor o cada separación como si se tratara de su propia historia. El domador creía que las imágenes y las palabras deben mezclarse en las cenizas de los versos para renacer en la imaginación de los hombres.

Jean-Claude Lauzon
[Lèolo]

Cuando el niño era niño

Cuando el niño era niño las manzanas y el pan le bastaban, y todavía es así. Cuando el niño era niño las frutas silvestres le caían a la mano, y todavía es así. Las nueces frescas le ponían áspera la lengua, y todavía es así. Sentía en lo alto de cada montaña el anhelo de una montaña aún más alta, y en cada ciudad el anhelo por una aún mayor. Y todavía es así.
En la cima de un árbol cogía las cerezas con igual deleite que hoy, todavía. Sentía timidez ante los extraños, y todavía hoy la siente. Esperaba la primera nieve, y todavía la espera.
Cuando el niño era niño lanzó un pelo como una lanza contra un árbol y hoy vibra todavía.

Wim Wenders
[Cielo sobre Berlín]

domingo, 18 de mayo de 2008

Substantivo

Suspendes la mano sobre la línea del cuaderno,
pues acabas de conturbar la lógica.
Pierde entonces la mirada su armonía y buscas,
bajo el velo de la historia, la salvación del verbo:
escribir,
la única manera de actuar contra el olvido.

Gárgola de plata

Medir la extensión del amor cuando tan grave se intuye que nada colma su exigencia. Medir el dolor que me redime: ¿qué médula soporta tanta presión? ¿qué palabra concierne a la emoción insaciable, a la amalgama increíble?
Asumir lo desmedido del amor, la incapacidad de saciar tanto deseo, la expresión de su verbo, es sufrir. El dolor se reconoce sin límites en el beso transmitido, en la lengua que oprime al paladar sin tibieza, en el pelo que cruza mi mano con desorden, en la seda de tus muslos que mi tacto recorre con exceso, en los senos diminutos que me ofrecen su turgencia.
El dolor se reconoce tan propio del amor que el llanto de se desata. Vivísimo desgarro.

Dos más dos igual a tres

Ulcerado y hepático a causa del desorden.
Inmolado de orgasmos en ausencias,
el cuerpo admite su oficio de gañán, tosco castigo.

De tan inmenso...

Escribir es tanto como morir: ilimitado.
Comienza la destrucción al tomar la pluma en el mausoleo donde la suntuosidad aprende de la imaginación. Escribir es tan inútil como preciso: soberbia de ser, pues quien desafía al tiempo conforma su salvaguarda con estar.
Escribir es tanto como no dar reposo a la renovada copa de aguardiente que abrasa los ojos con su aroma y fundirla en la garganta como consagración irrenunciable.
Puedes encontrarme cada noche en el mausoleo donde trazo signos que abordan el papel antes de que la pluma los confirme. Escribo porque extraño la vida cuando, con sutileza, me anuncia que ya no me perteneces.
Míos son el dolor y la pasión cuando me destruyo por el ansia de ser en la escritura. A nadie atañen. Amo entonces por todos, me aniquilo por todos. Y soy. De tan inmenso, prescindible.

Bálsamo de Judea

Si puedes, de los asuntos incotrolados olvida su servidumbre, ese coágulo que impide a la razón reconocerse. Como el escritor que reduce el espacio al desvarío y al barbitúrico al comprender que todo está ya escrito.
Si cumples la noche, precisa la hora en que cruzaste el milagro. Del posible desencanto líbrete tu inteligencia. Y absuelto, la belleza habrá de protegerte de ti mismo. Entonces, escribir será un acto innecesario.
Salva tu piel, atraviesa el límite de la dependencia del deseo, la voluptuosidad que siempre te ha causado imaginar la carne que nunca has amado. De los asuntos que te mantengan asolado, cuida la razón, pues alguien vendrá a forzar tu inteligencia con su torpe canto. De los hábitos sin destino, espera el olvido. Cumple con el cauce del río y reconoce que escribir es imposible. Que todo está ya escrito.

Tiempo de lo falso

Tiempo de lo falso al filo de los labios. La palabra muere, el poema se extingue como espiga y báculo. Toma puerto la noche y me remansa. Sello el armisticio sin vencedores ni vencidos. La sangre se engaña en mi cuerpo.

sábado, 17 de mayo de 2008

Tú, mi fruto prohibido

Pues “que no hay sin ti el vivir para qué sea” [Garcilaso de la Vega], calma la tormenta de los nombres que habitan entre tus sienes, prisioneros. Y vuelve a tu sonrisa, a tus lisonjas, a la refracción de tus dedos sobre el agua; aunque la memoria elija sus descuidos, vuelve hacia ti, permanece. Pues volver es lo diáfano, el vástago de luz, la heredad del consuelo, escorzo de la luz rasgando el ventanal donde converge el pacto con tu entorno.
Imagino cuánto amas lo diáfano en tus manos, imagino cuánto gozas con los paisajes y avenidas que la historia justifica. La hojarasca en otoño, los regalos de luz que ofrece la luciérnaga. Las sendas de buganvillas cuando cruza la suave lluvia y se extravían las normas, cuando se anegan calendarios y cierran invernáculos para que nada permanezca en la carencia. Tú que detestas el olvido, la estabilidad y la certeza, percibe tu ternura, mi fruto prohibido.

Así la vida, piensas

Eres una figura velada sobre esta pequeña ciudad, suscitas la pudicia floral de los sentidos a los anónimos paseantes de tus rondas. El tiempo procede del aire que respiras, das cuerpo a la noche, aroma a los jardines, curso al río, enjambres de mimosas a sus márgenes, límites a los senderos por donde transita tu abundancia. Cultivas el amor en ceñidos invernáculos, cubierto por una volátil sementera.
Así es tu vida: pasiones duplicadas, gravidez de la opulencia sometida al ciclo irrenunciable de la lógica. Cultivas el amor temiendo el sobresalto de la vida. Tu morada omite cualquier signo que delate su presencia en esta pequeña ciudad, por eso atajas los sonidos de los cuerpos cruzando taciturnos las aceras. Así es tu vida, piensas.

Oh, mi señora que simulas el sueño

Sábado, enumeración de la ausencia. En el descampado que se divisa tras la ventana, un perro ladra, un gato se eriza, dos niños se encaraman a un altar de escombros. No lejos, ventanas abiertas a la primavera, una mujer se despereza al sol; sin ceremonia, aparenta estar ajena a mis gestos, pero su voluptuosidad delata mi presencia. Fruto prohibido. Sábado, día borroso en el que todo permanece en la carencia, en el que el verbo sucede al nombre cuando recuerdo tu reciente confluencia con mi pulso, proa contra quilla, conquista y reconquista de las formas, los ecos y las voces. Pasó la leve voluntad.
Y entonces, alzado del silencio, consciente, pero a pie forzado, fumo ante la ventana y recito un poema de mis libros: Oh, señora que simulas el sueño / cuando mis dedos buscan las sortijas de tu pubis, / nada puedes contra mi verso, / oh, mi cortesana, / pues ¿quién ha de domeñar a aquél que bien ha amado?

Como antes

Recogida en tu mesa de trabajo, “me miras como si tuvieras una astilla en cada ojo” [García Lorca], desde tu isla de vaciedad, con desamor. Cuando te enfrentes al espejo y un océano de pájaros perdidos atraviese el cielo de tu frente, relámpagos de permanencias acunarán tu cuerpo de estrellas y candiles. Se posará el arco iris sobre tu cabello para que cuentes el tiempo, te posesiones de él y me reencuentres. Como antes.

Y ahora tú

Medimos el tiempo con la precisión de la luz. Sábado, se aproxima al Sol una nube con la configuración de tu contorno [casi puro, ligeramente curvilíneo]. Y me extraño. Ni una brizna de aire. El tiempo, precisión de la luz y, sin embargo, todo se me presenta tibiamente claroscuro en tu ausencia. He andado muchos caminos sin conocerte, sin saber que me llevarían hasta ti, pero comprendo ahora tu apariencia de fruto prohibido a mi tacto, ése que me canta y cuenta aterciopeladamente Cesária Évora.
Y ahora tú. Tan a destiempo. Tan imprecisa, descompuesta ante mi edad. Ocupada en otras ansias, aferrada a personas que se me antojan extranjeras. Y ahora tu voz dulce, tu mirada azul detrás de los cristales, verde sin ellos, profunda. Tu carácter de cuarzo, tus decisiones diamantinas en las que yo no me encuentro.
Me refugié en esta pequeña ciudad para acoplarme a la vida, para medir el tiempo con la precisión de la luz, vivir privilegiado por un trabajo noble, para crear y ser creado por las estaciones. Regresé a la lectura, al cine, a la escritura. Me acomodé entre los días con la certeza de que era éste el ámbito que había buscado para el último tercio de mi vida, agotado ya de tener lo que no quería y querer lo que no tenía. En este refugio provinciano acepté la paz, gocé con el sosiego, recuperé la confianza. Pero ahora tú.
No acierto a imaginarme sin ti. Fruto prohibido por la edad.

Para SN, que no será.

El vigilante

Habita una isla en el lugar más extremo de la Tierra. No conoce la felicidad, pero acepta la fortuna, el encanto de lo fértil, excedido de la sombra de lo mágico. Sabe que vivir es perdurar, lo cierto, lo inequívoco en el silencio que precede a la pureza del éxtasis. Penetra en la luz seducido por un sueño, por la revelación de lo perfecto, por la razón de la armonía; un sueño en el que circula por corredores sin retorno, perturbado por el lienzo azul de una mirada. Acaricia lo absoluto junto al arrecife asaltado por el estallido del oleaje. En el mínimo espacio concedido por el tiempo, sacia lentamente su entusiasmo. Y concibe un espejismo.

Orienta cada día la ruta de los barcos desde el prodigioso faro en el que mora. Observa y atiende sus destinos, aunque nunca los alcance. Delicado, sutil e idealista, el vigilante ama lo vedado, lo que no puede ser. Por la noche, mientras alimenta con óleos el resplandor de la atalaya, medita sobre el origen de su bienestar, sobre la embriaguez de su inteligencia ante la firmeza de un rostro delineado en el horizonte, auténtico pero inalcanzable. Duerme solitario como la flor del arándano. De madrugada concluye que la libertad es compatible con la ausencia.

En la primera luz de la mañana, su mirada recorre los indicios de los años sobre su cuerpo iluminado por la exuberancia de la primavera: ha visto demasiado el mar y codiciado demasiado el paraíso. Despojado de su lecho, siente frío. Recoge el jergón, dispone la sábana y abre la ventana: sólo el aire y la efervescencia de las olas topan con su rostro. El resto es silencio en esta isla asentada en el lugar más extremo de la Tierra. El vigilante cruza el umbral de su casa y afronta el camino cotidiano que le conducirá a lo fecundo, a la sombra de lo mágico donde recala cada día. Pulso cardinal en el que, transeúnte, se apasionará a contratiempo. Presagio de espejismos.

Puesto que donde existe la luz crece la sombra, donde se descifra el enigma penetra el tiempo, el vigilante ha dispuesto sus días junto al faro abdicando de la tristeza, desnudando la oscuridad contenida en el paisaje acostumbrado. Recorre los jardines de la ínsula fecunda como un niño con cabás, vistiendo racimos de prodigios, hacinando palabras en la comisura de sus labios, vocablos con los que tejer certidumbres que sustenten el rumbo de las naves, el destino de sus rutas, aunque nunca las alcance. Si se despista al ubicar una ciudad en el mapa, si su tropiezo colma la rosa de los vientos, el vigilante solicita un armisticio a los oyentes del descuido y asume su inconsciencia, fruta temprana.

En el crepúsculo se encarama al farallón y observa cómo el azul se extiende más allá del día y las olas se convierten en un enjambre de milagros, en un vértigo de caricias bajo el horizonte inflamado por el Sol. Sabe entonces que nadie habría de morir lejos del mar, condenado a su ausencia sin haber sido poseído por el ímpetu del deseo.

Cuando acontece la oscuridad por las paredes del ambigú, el vigilante prende un día más los óleos que iluminarán a los navegantes, desciende del faro y sale a la noche. Entonces, una mano firme se acerca hasta su rostro y tres dedos serenos halagan su barbilla, mientras una voz sólida y afable le declara: “Yo te quiero”. Como si persistiese una ola sobre la cresta de una roca, el vigilante se conturba para ofrecerle la más audaz de las respuestas, pero calla. En consecuencia, aposenta la mirada sobre el vestigio de sus años: vivir es perdurar, lo cierto, lo absoluto. Consciente del ensueño, alza la vista y se aleja senda abajo, noche entrada, sin ruido. Acepta el espejismo.

Sabiduría

A veces no es sencillo caminar por la noche desordenada, contar los pasos sobre las cuadrículas de una acera angosta, cruzar una calle para escapar de esa clase de música que nunca se confunde en el silencio, recién evadido del estruendo de un bar donde las voces se disipan antes de que alcancen los oídos. A veces no es sencillo comprender la razón de la noche, ni la palabra que la noche [y el arrebato, y el alcohol, y el desvarío] ha sido capaz de pronunciar sin el menor recato. Cuando desertas de la compañía espontánea, de ciertos amigos, del ruido, de las copas, y te enfrentas a la calle deshabitada con la vista incrustada en el horizonte -lejano, gris, desnudo, solo-, asumes el curso del tiempo sobre tu cuerpo levemente inclinado, mientras bulle en tu cerebro la palabra injusta, la expresión intempestiva, el adjetivo más inesperado -anciano- aplicado a ti mismo por quien supusiste próxima en conceptos, adyacente en la idea, por quien imaginaste diestra en la certeza de que, si la carne se repliega, la inteligencia no envejece.

Escapado de su voz, abres los ojos a la noche desmadejada, a la concreción del silencio, a la soledad, que se torna incómoda y en la que no te reconoces. Cruzas la puerta de tu casa, una luz, dos tramos de escalera, el sonido de los pasos sobre el suelo de madera. Cuelgas lentamente la chaqueta en un armario, te descalzas. Recorre la estancia tu mirada, sin mirar apenas, un cuadro en la pared, tu cuaderno en la mesilla, unas gafas de vista cansada, un reloj, una cama tan ancha como solitaria. Abandonas discretamente el dormitorio, otra luz, el aseo, un espejo: tu estampa en su cristal. Ahora sí te reconoces.

Diez pasos más allá alcanzas el sillón almohadillado del estudio, lo ocupas y lo giras para afrontar la mesa de trabajo, libros, folios, películas, tu colección de plumas antiguas y, a la derecha, la pantalla del ordenador. Aprietas un botón y aguardas con la vista en la ventana, cortinas abiertas, persiana alzada, oscura madrugada. El monitor te avisa de que todo está dispuesto. Posas tus manos sobre el teclado, conectas el correo, apuntas una dirección electrónica y, más abajo, escribes:

“Mi gozo de niño con zapatos nuevos era tan insondable como mi emoción por un periodo que hice tan nuestro que, crédulo, supuse compartir con vosotros en tiempo y en espacio. Acepto. Consciente del desencuentro temporal y mental que hoy me ha sido desvelado. Inconmensurable. Me reubicas como anciano. Como lo que no seré. Ni en el destello de mi muerte. Pero como no pasa el tiempo, sino las cosas, hoy pasaron cumplida ya la madrugada. Entiendo. Sea.”

Ella acaba de jugar con los últimos rasgos de tu ingenuidad. Tras una corta partida, ha salido victoriosa, pero sabes que no era preciso ese envite, porque ahora te inquieta tropezar con aquellos que todavía te aman sin preguntar nada. Y ahora, aposentado en este hogar estrictamente tuyo, reposado en los años, ágil en el pensamiento, giras la mano izquierda hacia el cigarro y lo aspiras [fumas con exceso cuando escribes, expulsas humo y problemas por la boca que estorban al normal funcionamiento del organismo, ambos]. Luego desocupas la mirada y alzas el cuerpo del asiento. Tras colocar delicadamente el sillón diez centímetros debajo de la mesa das unos pasos, cruzas la puerta y encaras el dormitorio. Recuestas tu inteligencia en el lecho clandestino. Mañana habrás abandonado la borrachera de pronombres y el corazón, inapelable, volverá a ser un órgano contraído y dilatado por la sangre que le anima. Pero ahora, envuelto en el futuro que tuviste, te invitas al descuido.

Fruto del Edén

Infancia de pan y chocolate por la tarde, en medio de la más hermosa nada. Recuerdo de un tiempo de cerezas dispersas por las surcos de la dicha. De cuanto pasó entre nosotros, de cuanto vivimos sin comprender la rotación de los astros, la noche repentina, restan exclusivamente los aromas [jazmín entre los labios, madreselva en primavera], permanecen tan sólo los sabores [limón y mermelada, ámbar de la vida]. Así transcurrió todo, el placer entre los álamos, la primera pasión bajo las acacias, el efímero roce de unos muslos en el mirador de las sombras. Más tarde, cuando nos alcanzó la madurez sin apenas darnos cuenta, extraviamos los ensueños para acoplar el tiempo a nuestra razón y a la lógica.

Los cuantiosos años que hemos vivido desde entonces se nos revelan yuxtapuestos; en consecuencia, imprecisos e incapaces de disociar la libertad del acatamiento, el arrebato de la cautela. Y ahora, de súbito, escribimos a mitad del sobresalto y el descuido, pues cuanto el tiempo enseña, la vehemencia desbarata: repentinamente, la vida discurre como un río indomable, aguas que renuncian a su cauce para inundar los vedados donde mora el incontenible fruto delicioso, árbol del Edén, seducción invicta.

Escribimos a mitad de la zozobra y el quebranto, lejana ya la juventud, arraigada la madurez profunda, horadada por datos, signos, quehaceres, permanencias… cotidianeidad engorrosa que se impuso a la utopía sin saborearla apenas. Y al cabo, cuando durante tantos años todo ha persistido cabalmente dispuesto en nuestras estancias, ordenado y pulcro, ahora que la edad registra y delata incluso nuestros pliegues más insignificantes, volvemos a escribir de un tiempo de cerezas, agrandamos el horizonte y fortalecemos las palabras como si realmente nada hubiera sucedido desde ayer. Provocamos a los calendarios, recuperamos los días transcurridos y nos ataviamos con el empeño que enajena los aromas y sabores de otro tiempo.

Si algo marca el rumbo de la vida es, sin duda, el deseo. “Esa imposible búsqueda de todo lo que está más allá” -escribió Jesús Munárriz- “a la que debo cuanto de valioso, hermoso o placentero encontré más acá”. Por él contemplamos una y otra vez los paisajes luminosos, disfrutamos los rostros de unos pocos y colmamos nuestros días con el sonido de sus silencios y sus ecos.

Recordamos y olvidamos, pues vivimos para envejecer, nunca a la inversa. Nuestros cuerpos se arropan con sombras indecisas y nuestra memoria se quebranta junto al paso de los años, pero el afán permanece acuñado en las entrañas, imperceptible a veces, descuidado y solitario, prudente y sosegado. Aun en ese trance, el deseo marca el rumbo de la vida.

Las palabras reclaman la pervivencia de la belleza, pero no conciernen al tiempo los anhelos, sino a la estrechez del instante, al esplendor intempestivo que, por serlo, luce con el doble de intensidad, deslumbra y arrebata. Nace y muere en la brevedad, como nosotros, pues somos un destello en el cosmos, polvo de estrellas. Conscientes de nuestra fugacidad, más deseamos cuanto más vivimos. No habríamos de morir con el estigma de un ansia no consumado. Si los años sucedieran en proporción indirecta a nuestros gozos, deberíamos contarlos a la inversa, regresar desde la profunda madurez hasta la juventud incompleta, vivir de nuevo. Recomponer los calendarios con propósitos que se han desvanecido entre la prudencia de la edad. Recuperar las estaciones transcurridas y los cuerpos codiciados que ahora sólo conocen nuestro nombre. Entonces nunca sería cierto, sin embargo, que ese entusiasmo fuera impropio.