La tristeza no pervierte. Al menos cuando acontece como consecuencia de la manifestación de la verdad, de esa verdad imprescindible para mantener o acaso recomponer la propia honestidad ante quien merece mi deferencia, mi agradecimiento y mi afecto.
Esta verdad ha sido un acto de amor, estoy convencido. Un acto de respeto, imprescindible. Pese a que te desconcertases al oír cuanto tú habías intuido, pese a que yo quede desde ahora a expensas del viento. Con el tiempo, con las cosas, sé que estarás conforme con mi decisión. Era preciso decirla, por consideración hacia ti, por dignidad, por cercenar la duda, por limpiar las cartas de un juego confuso, hasta ahora enmarañado y sin final posible.
Por tu bien, probablemente por el mío.
Ahora, en este momento, la tristeza colma mi mente, pero al cabo y después de varios meses me acompaña un cierto, aunque extraño, sosiego. Hice lo que debía hacer, lo que sé hacer. Ya todo está limpio, sin tretas, sin dudas, sin intuiciones, sin dobleces. No fue porque, por supuesto, no podía ser.
Llega el momento, sin embargo, de vivir con la verdad. Eso no puede dañarnos. Nunca más.
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