Sucede a veces que el criterio pronunciado con rigor y corrección no basta, que la razón se pervierte cuando el minotauro resurge de su oscura morada para intentar emponzoñar la inteligencia en medio de su bochornoso laberinto de desmanes, incongruencias, órdenes, dislates y barbaries. Sucede entonces que la Lógica se resguarda en el rincón más distante de la estancia, aturdida y desordenada ante el brutal ataque, debilitada por los rugidos de la bestia y por su pelo erizado -tan escaso a sus años-, por sus patas delanteras que desafían a la presa, que cortan el aire como el revuelo veloz de los brazos de un demente al recibir un tratamiento de ‘shock’.
Sucede que el minotauro atezado por el sol milimetra los movimientos de su ataque, mientras sus fauces despiden un olor putrefacto, un hedor de palabras en descomposición escupidas con zafiedad, con desprecio a la Lógica, a quien el minotauro odia porque, en su pertinaz locura, él no puede tolerar la razón de sus actos, la explicación perspicaz e ingeniosa de sus causas. Porque la bestia -la historia se repite siempre, siempre- mimetizó hace ya muchos años el alarido mefistofélico de uno de sus antepasados: ¡Muera la inteligencia!”. Y lo hizo suyo.
Cuenta la crónica escrita en el mismo campo donde, entre rugidos y afrentas, el minotauro intentó librar recientemente otra masacre descomunal, que apareció de la espesura oculto por las sombras de la tarde. Aparentó cobardía, dio muestras de cordero destetado y, en esas, eligió a su víctima: aquella que, aquel día, el tiempo y las dolencias convirtieron en más frágil, aquella entonces más sensible; pero aquella, en fin, que era su tormento. Supo al verla que sería capaz de escupir las más densas lenguas de lava, mientras un poderosísimo orgasmo mental disparaba sus neuronas para instalarse en sus ojos, ígneos como el fuego. La Lógica, como cigüeña distraída en sus almenas, ocupaba entonces los anhelos en reconstruir primorosamente su nido, el mismo que intentó aniquilar a dentelladas el minotauro tiempo antes.
La crónica que ha llegado hasta mis ojos cuenta que la bestia infernal blandió la fealdad de su rostro de izquierda a derecha, siguió escupiendo para intimidar a la presa y, tras conformar un semicírculo con sus dos patas delanteras, atacó del modo más feroz que se hubiera presenciado hasta entonces. Lanzó su desproporcionado cuerpo hacia atrás y, abducido por un descomunal odio, observó “apenas un rasguño en un muslo inmaculado”. El minotauro supo entonces de la fortaleza de la Lógica, de sus “bellos ojos enrojecidos, que no podían esconder la herida abierta”. Sulfurado hasta las entrañas, tentó un nuevo embiste. Ajustició con saña, una vez, y otra, y otra. La Lógica fue lanzada a las alturas, volteada como a un trapo, con “la femoral casi abierta”. Entonces, la bestia “decidió dejarlo por hoy”, cuenta la crónica, “no acabar con ella de momento”. El analista concluye en la advertencia: “Volverá, porque los minotauros siempre vuelven”.
Sucede a veces que aquellos que no quieren oír, prefieren ocultarse en la espesura. Sucede, como ahora, que aunque hombres y mujeres sean llevados al laberinto para ser el alimento de la bestia, no surge quien asuma el coraje de Teseo para adentrarse en la morada infernal y hacer desaparecer al minotauro. Y así la vida, pienso, se convierte en una dejación de decisiones, en un polvorín de desmanes, dislates y barbaries, mientras la creación y la inteligencia saltan por los aires. Doy por cierto, sin embargo, que el último elemento poderosamente vivo sobre el campo de batalla -pese a los ataques de la bestia- será, ha de ser, perseveraré para que sea la Lógica.
Sucede que el minotauro atezado por el sol milimetra los movimientos de su ataque, mientras sus fauces despiden un olor putrefacto, un hedor de palabras en descomposición escupidas con zafiedad, con desprecio a la Lógica, a quien el minotauro odia porque, en su pertinaz locura, él no puede tolerar la razón de sus actos, la explicación perspicaz e ingeniosa de sus causas. Porque la bestia -la historia se repite siempre, siempre- mimetizó hace ya muchos años el alarido mefistofélico de uno de sus antepasados: ¡Muera la inteligencia!”. Y lo hizo suyo.
Cuenta la crónica escrita en el mismo campo donde, entre rugidos y afrentas, el minotauro intentó librar recientemente otra masacre descomunal, que apareció de la espesura oculto por las sombras de la tarde. Aparentó cobardía, dio muestras de cordero destetado y, en esas, eligió a su víctima: aquella que, aquel día, el tiempo y las dolencias convirtieron en más frágil, aquella entonces más sensible; pero aquella, en fin, que era su tormento. Supo al verla que sería capaz de escupir las más densas lenguas de lava, mientras un poderosísimo orgasmo mental disparaba sus neuronas para instalarse en sus ojos, ígneos como el fuego. La Lógica, como cigüeña distraída en sus almenas, ocupaba entonces los anhelos en reconstruir primorosamente su nido, el mismo que intentó aniquilar a dentelladas el minotauro tiempo antes.
La crónica que ha llegado hasta mis ojos cuenta que la bestia infernal blandió la fealdad de su rostro de izquierda a derecha, siguió escupiendo para intimidar a la presa y, tras conformar un semicírculo con sus dos patas delanteras, atacó del modo más feroz que se hubiera presenciado hasta entonces. Lanzó su desproporcionado cuerpo hacia atrás y, abducido por un descomunal odio, observó “apenas un rasguño en un muslo inmaculado”. El minotauro supo entonces de la fortaleza de la Lógica, de sus “bellos ojos enrojecidos, que no podían esconder la herida abierta”. Sulfurado hasta las entrañas, tentó un nuevo embiste. Ajustició con saña, una vez, y otra, y otra. La Lógica fue lanzada a las alturas, volteada como a un trapo, con “la femoral casi abierta”. Entonces, la bestia “decidió dejarlo por hoy”, cuenta la crónica, “no acabar con ella de momento”. El analista concluye en la advertencia: “Volverá, porque los minotauros siempre vuelven”.
Sucede a veces que aquellos que no quieren oír, prefieren ocultarse en la espesura. Sucede, como ahora, que aunque hombres y mujeres sean llevados al laberinto para ser el alimento de la bestia, no surge quien asuma el coraje de Teseo para adentrarse en la morada infernal y hacer desaparecer al minotauro. Y así la vida, pienso, se convierte en una dejación de decisiones, en un polvorín de desmanes, dislates y barbaries, mientras la creación y la inteligencia saltan por los aires. Doy por cierto, sin embargo, que el último elemento poderosamente vivo sobre el campo de batalla -pese a los ataques de la bestia- será, ha de ser, perseveraré para que sea la Lógica.
2 comentarios:
Sucede muchas veces que lo que parece lógico lo es de manera subjetiva y las lógicas son demasiadas.
Es lógico pensar que en el otro está el mal porque uno no se va a acusar de lo propio. Pero el mal está en cada uno de nosotros en mayor o menor medida.
Lo lógico parece lo cierto, pero lo cierto a veces viene determinado por el afán de la lógica de cada uno. Y cada uno también puede equivocarse.
¿Es lógico que siempre los minotauros, que lo fueron, sean los culpables de los males que nos afectan?
¿No habría que preguntarse si no está en uno la artimaña que los provoca ante ese afán por torearlos?
Incluso comprendo que este texto que he escrito resulta inteligible únicamente para un escaso número de lectores. Su razón, su Lógica, su argumento van para aquellos que, cada día, desayunan conmigo.
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