Desorden de poniente en los altos del Hipódromo. Mientras me adormece la cadencia del poema leído por Trapiello, emergen los fantasmas de aquellos residentes que, en los años 20 y 30 de otro siglo, animaron estas salas. E imagino madrugadas que alentaron aquí mismo, con un aura de internado, de catacumba y de tasca, al tiempo que el brillo de los espejos reflejaba la puesta de largo de la gracia y el talento y la incipiente primavera, como ahora, traspasaba los ventanales.
Sigue el poeta leyéndose a sí mismo, y desvela enamorado la inexorable belleza contenida en los versos que dejan sin amparo a su intimidad. Un revuelo furioso de palabras torcaces se eleva por las esquinas de la sala. Queda desnuda, y en conciencia, el alma del poeta.
Habla la gente. Cierras las puertas. Nuestros pasos se alejan haciendo crujir la gravilla inestable del paseo. Entre los arbustos del jardín ya oscurecido, los gatos encelados se aman a dos voces.
[Texto de Fátima en torno a nuestro enésimo encuentro en la Residencia de Estudiantes, con Andrés Trapiello, la lluvia y los fantasmas]
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