Aposentado con delicadeza frente al cuaderno que en aquel año de luces recibiste en un cumplenadas, te ofreces al recuerdo sereno. Abierto, holgado, confortable con el tiempo que pasó, la memoria te posee desde los ojos al cerebro. Te hospedas en los días que la pasión creó para vosotros. Para ella, Teresa de tus primeras tardes, a quien quisiste en la quimera de un poema leído junto al fuego en Parada do Monte, tan lejos de las leyes, tan cerca de la tierra; para ella, Solange, con quien anduviste acallando el sonido de los ríos en Los Oscos para escuchar su voz narrando rutas que tú habías supuesto inaccesibles. También los días se crearon para ella -no lo olvidas-, tu hermosa Catherine, dueña de las tormentas, señora de las sendas que recorristeis, de las cabañas que os cobijaron en el sur y en el oeste de su Galia sin que apenas se uniesen vuestros cuerpos, porque amarse por la noche no fue entonces la consumación de vuestro amor, sino la complicidad de la palabra.
La palabra que esta tarde certifica cuanto fuiste y tu bienestar con el presente, aposentado ante un cuaderno colmado de notas, de memorias, de citas con su remarcada letra: “On jette un blue-jeans usé, on recolle un livre abîmé, on regarde une photo ratée et on pleure sur une fleur séchée...”.
Los días también se crearon para ti, pues a todas ellas quisiste en el viaje, pues las amaste en la larga peripecia de tres años sin retorno.
Ahora vigila la nostalgia, porque es tan desbordante como los puertos pedregosos de la Costa de la Muerte en medio del invierno. La nostalgia hace blandir las olas para que rompan con arrogancia antes de alcanzar la orilla, atrapa en arcos de espuma, enajena. Cuida la razón, amigo, y si te ofreces al recuerdo, madúralo, ábrelo a la sabiduría que has alcanzado desde los altos farallones del tiempo; no tropieces, no claudiques ante sus cantos de sirena: placeres imposibles, arrebatos comparables únicamente con cuanto fue de ti y hoy pertenece a otros cuerpos, ya no tuyos.
Tu mirada serena y profunda envejece como el papel de los libros que has leído, como aquel tratado de Ángel González que has conservado durante dos tercios de tu vida en la mesa de estudio y reflexión y ahora, porque así lo quisiste súbitamente, se extiende en otras manos o acaso permanece custodiado con ternura y empatía en la impasible opacidad de una gaveta. Saborea la paz contigo mismo y con los próximos para quienes tu carácter perdura: abierto, confortable con cuanto trazas, decides y regalas. No busques en jardines azules la verde esperanza, no la encontrarás. Ni la juventud que ya has gozado: Teresa, Solange, Catherine y cuantas llegaron después para acuñar contigo el arte y el amor. Si supones que el tiempo existe para permitirte desearlas cuando ya nada desees, procúrate primero un vaso largo, descorcha la botella y embriágate levísimamente y en silencio.
Entonces, aposentado con cariño frente al cuaderno que hace tantos años recibiste, ofrécete de nuevo al recuerdo, porque estarás habilitado para ordenar cuanto quisiste, para amar de todo aquello lo preciso, es decir, lo imprescindible. Recupera de los estantes los libros ya leídos, sumérgete en Villon, desnúdate en Pavese, abrásate con los versos de Valente o rememora con orgullo el tratado de Ángel González que poseíste tantos años. Si aciertas a sobrevivir seducido por los aguaceros de Vallejo [en París, naturalmente], concíliate contigo, exactamente así, como ahora has hecho. Y cuando el sueño te alcance, imagina que arde el mar, lo dijo Gimferrer, y también que “esta tarde existe sólo porque existes tú”.
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