No es día de color
de rosas. Ni de olvidar que guardo
entre mis brazos la vecindad de entonces:
el viso de mujeres
que rozaban mis lágrimas,
esa frágil compaña de ver bailar los ojos
cuando los ojos iban de la vida
a lo inerte,
vislumbrando a destajo algún desasosiego.
Y así, como entre líneas,
colmo de música y ginebra
y algodones de esquinas donde poner un nombre,
librar la voz de Paul Anka
de alguna oscuridad no decidida.
De lo que sí doy cuenta
es de que los días eran siempre noticia que dar,
lista de hielo de los árboles
que sajaban mi piel,
y acaso de bajar las palmeras a mis manos
hasta tocarme entero
-aunque sin convicción-
la propia dejadez de mi desnudo.
José Antonio Zambrano
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