Somos seres extraños. Fueron precisos miles de años para que la evolución nos otorgase un regalo tan valioso como la facultad de pensar y discurrir, para convencer con argumentos, para comprender y aceptar lo que es razonable, para acertar en lo que se dice. Somos seres extraños. Paradójicos, pues el pensamiento se ha travestido, el discurso se ha postergado; los argumentos permanecen desolados en la vacuidad del limbo. Y, a pesar de todo, existimos.
“Paradójico es hacer de la mentira el ejemplo vivo de la verdad”, dijo Cipriano de Rivas Cherif. En la fugacidad de los años que hemos vivido, en el destello de los que nos restan por vivir, procuramos ligarnos al olvido. Así pues, si la memoria es el privilegio del discurso, el argumento de la razón, desterramos su magisterio y engañamos a la verdad. Nos engulle el contrasentido. Y el silencio. Y la complicidad con cuantos, en tropel, galopan por el desierto sin mirar atrás, hacia un horizonte tan lejano como gris, tan desnudo como solo; con cuantos nos conminan a no aprender de lo que fue, del valor de la historia. Y nos mentimos con certeza. Y habilitamos la escasez del presente como “ejemplo vivo de la verdad”. A pesar de todo, existimos.
En este ámbito de vaciedad, desconocedores del pasado, engañados por nuestra ignorancia, nos consideramos exploradores en selva virgen, colonizadores de llanuras deshabitadas. Innovadores. No sabemos, no queremos saber que todo está ya escrito.
Sería preciso ir más lejos, desconocer la paradoja y asumir que, en la oscuridad del pasado, las figuras de cuantos fueron se reflejan en el agua que nos mueve, en el río que jamás se detiene ante nuestros pies. Y contemplar el esplendor de los que nos han antecedido, como una onda que asume su condición de luz. Entonces olvidaríamos nuestra servidumbre con las contradicciones incontroladas, ese coágulo de sangre que impide a la razón reconocerse en la fracción del tiempo que vivimos, trágicamente.
Habría que cumplir la noche del olvido y precisar la hora en que cruzamos el milagro de la memoria. Y en ese momento, absolver a nuestra ignorancia de este orgullo de ser sin saber lo que hemos sido, de esta mentira fútil que transformamos en verdad. Paradoja en la que, a pesar de todo, existimos.
Sabedores entonces de cuanto fue, sumidos en el desencanto, si sintiéramos piedad por nuestra arrogancia, la belleza de la vida nos protegería de nosotros mismos y la hondura del pasado haría el resto: travestir a la paradoja, recomponer el discurso, postergar a la mentira, conocer la verdad.
Salvemos nuestra piel, atravesemos el límite de nuestra dependencia con la grisura, la voluptuosidad que siempre nos causa imaginarnos los pioneros de la creación. Dejemos de mentirnos con certeza. Y de los asuntos que nos mantengan ocupados, cuidemos la razón, pues que vendrán a forzar nuestra inteligencia y oiremos su torpe canto como el de un alcaraván. De los propósitos sin gloria, esperemos el olvido. Sellemos un armisticio con el pasado, aceptemos lo que fue y hoy es ejemplo de la verdad que ha sido, fuente que aborda nuestra sed. Hace todavía 75 años, un escritor, traductor y director de escena tan brillante como respetuoso, dispuso su inteligencia en beneficio de una actriz. Cipriano de Rivas Cherif versus Margarita Xirgu. Un escritor, traductor y director de escena logró la gesta: creó ‘Medea’ en el Teatro Romano en 1933, dirigió la ‘Semana Romana’ en 1934 y programó el festival en 1935, que los dislates políticos impidieron. Después se consumó su olvido. Sin embargo, y además del intelectual que modernizó y transformó el teatro en España, fue el primer director del Festival de Mérida. Un ser prodigioso, irrepetible.
Hemos vivido de espaldas a su magisterio cerca de tres cuartos de siglo. Algunos, deliberadamente. No engañemos por más tiempo a la verdad. Posterguemos nuestro orgullo de ser sin saber lo que hemos sido.
Fotografía: Margarita Xirgu y Cipriano de Rivas Cherif, en Mérida en 1933, tras el estreno de 'Medea' en el Teatro Romano.
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