miércoles, 10 de diciembre de 2008



Por la noche registras los recuerdos para comprender súbitamente que las palabras dichas, las voces escuchadas, están amarillentas y que todos los minutos de tu vida se funden en la oscuridad. “Tendríamos que guardar el dolor para la luz del día”, escribió Patricia Highsmith. Recuentas tus episodios menos expresados y todos preguntan por ti, por tu sonriente soledad. Y la vida pasa. En la superficie de los cuerpos, las noches van dejando minuciosas heridas, una memoria amarilla con la que delatas viejas imágenes fijadas en el tiempo. Pero el tiempo no es sino una copa de cristal donde la luz se teje y se desteje siempre a sí misma.

Por la noche, una levísima fuga de luz resbala por las hojas del membrillero, crecido en tu jardín de las Hespérides. Ambarina, esa luz es otro río de Heráclito en el que nadie puede bañarse dos veces. Fluyendo, el fulgor transforma la sustancia de todos los seres que acuden a tu memoria. Y entonces el tiempo, en la oscuridad, es una copa de cristal.

Te dejas vivir, sencillamente. Cuando a veces te duermes para nada, algo inaudible te despierta: los mares de arena de Sorolla, las profecías amorosas de Garcilaso, las costumbres de olvido de Cernuda, los salmos ensangrentados de grisura de Evtushenko [“La grisura es una prostituta necia y las pasiones no le son ajenas”]. Abres los ojos a la desmesura, al arte de las cosas, al diluvio de nombres en tu lecho. Y te dejas existir enrevesado en el aire que define la distancia entre tu cuerpo y las pasiones no vividas, acuñadas solamente entre tus manos cordiales. [Y yo quiero evocarte, mirar lo que tú mirabas detrás de los cristales de la noche].

Lloras permanencias de recuerdos, reintegrado a las fechas, iluminado por un sortilegio temporal que vierte su resplandor sobre la sábana. Has existido en decenios de vidrio, has escrito sentencias que hablaban de palomas, de ángeles caídos, de abanicos abiertos aunque tristes, de ríos expuestos al tapiz de la llanura. Y al cabo te desconoces. Y cada palabra es extranjera en este país oscuro que te habita. Y tú no lo comprendes.

Porque has recorrido los años colmado de intemperies, ahíto de perfecciones ajenas y abrumado de esbeltos escaparates con la dignidad en venta. Y uno tiene conciencia de tu pena, que no es única, cuando vuela súbitamente entre la noche el enjambre de propósitos, rotos por la metralla inútil. Y uno tiene constancia de tus sueños, incomprensibles signos sin cordura [como esto que ahora escribo] para cuantos de ti sólo conocen tu lenguaje de los días, el sentido de tus actos en la luz de la mañana, sin saber de tus heridas nocturnas, de tu memoria amarilla que se oculta sin pudor bajo la almohada.

Por diferentes motivos, la noche sigue siendo oscura. La ciudad maldice como siempre tantas cruces grabadas en el pecho de los vivos, que ahora duermen ajenos a su olvido: ya no hablan el mismo idioma que el verano. A ti, palpitante todavía bajo la oquedad de la sábana, no te preocupan tanto las pequeñas virtudes con chistera que saludan a tu caminar cada mañana, ni tienes mucho que decirles. Porque has supuesto que en alguna parte de tu vida tendrás que abandonarles, abrir una ventana y expulsar sus recuerdos borrascosos, a horcajadas sobre el aire. Porque tu trabajo no es justificarles.

Después de la expiación, en el insomnio de la noche, a mitad de la sinrazón y el barbitúrico, volarás entre la turbamulta hacia el ocaso astral. Y en el horizonte, mientras se agiten sutilmente tus alas, habrán sido convocados al sortilegio el verbo y la nada para hacerse cielo y tierra.

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