“El artificio del lenguaje inventa almas. Y la mirada crece, va de noche, encuentra gentes que, desde el promontorio, ven el barco. El arte de la muerte. La poesía”. El crítico y poeta portugués Joaquim Manuel Magalhães cerró con estos versos su poema ‘De flores abandonadas’. La poesía, el arte de la muerte. Procuramos acercar los recuerdos hacia el mar, el origen de la vida, escribimos un nombre en la cresta de una ola y cada signo se vuelve transparente, crece, se alza y, al cabo, permanece abierto al aire: la memoria.
Quiso ofrecer tantos nombres al mar que optó por reproducirlos en un libro. El mar o el océano, no importa, en el que Ángel Campos bautizó su amor. “O mar é o caminho para a minha casa”, sentenció una de mis escritoras predilectas, Sophia de Mello. Y también de Ángel Campos. Este verso fue la primera de las citas de un libro que ambos proyectamos hace ahora exactamente 25 años y que él consumó: ‘Los nombres del mar’ [Poesía portuguesa 1974-1984]. Y así salió a la luz desde la recién constituida, entonces, Editora Regional de Extremadura. Y así, también, Ángel se convirtió en mi leal amigo, persistente colaborador de un proyecto cultural que descubrió parajes ignorados por la abulia, que exploró las tierras hermanas [tan cercanas, entonces tan distantes]: Portugal. Con respeto y luz surgieron las presencias de ese amado país en esta tierra: el libro, las conferencias, los ciclos de cine, las lecturas poéticas, el teatro… Nuestra juventud no conocía lindes ni ataduras que nos impidiesen llegar hasta el Atlántico. Y lo alcanzamos. Con Ángel de tajamar en aquel viaje, con Antonio Pacheco de quilla siempre, con Antonio Franco de explorador de las tendencias, con Laly Martínez de pertinaz grumete. Y más, tantos más que, en equipo y solidarios, me acompañaron en la dirección de la Editora Regional, primero, y en la de la Dirección General de Promoción Cultural, después. Y todo fue porque ellos fueron.
Ahora Lisboa, la ‘ciudad blanca’ de Alain Tanner y Ángel Campos, está más cerca de nosotros. Pero uno de los dos falta a la cita con su fascinación decimonónica. Mi querido amigo murió hace unos días. No le dije adiós, nunca he podido despedir a un muerto. Nunca he sabido acompañar a un duelo. Le digo adiós ahora, con la inocencia de las letras, en el espacio secreto de mi hogar, que conserva cuanto me dio Ángel Campos en el curso de los años: tantos libros suscritos por él, fotografías de nuestras coincidencias y la reducida escultura de una mujer sin extremidades.
Transcurren las noches, como ésta en que escribo, sin que callen los recuerdos, sin que se desprenda su voz de mi memoria, como eco de un tiempo acontecido y útil al afecto, a cuanto le he tenido, a todo el que me tuvo. Una sola palabra, ningún gesto de olvido. Y nombrar a quien ya no me nombra, a quien supo disponer tantos nombres al mar que encendió la invisible esperanza en una tierra ajena a otra tan cercana.
Su muerte, como la de un campo de labrantía, la imagino cubierta de madreselvas y de avecillas, un brevísimo camino hacia la vanidad de la nada en el que sería preciso reconocer las voces de cuantos ha querido y los ecos de los que le han amado. Y arribado a puerto, en paz consigo mismo, mezclarse con el vacío, desaparecer. Sin hierba y sin tristeza.
Ni siquiera sabemos qué es la vida. El tiempo nos lo impide. Sabemos, eso sí, que todo se repite, a fuerza de ser irrepetible. Que todo se afinca en la memoria. Y que vivimos. Y que morir resulta necesario. Pero si ni siquiera sabemos qué es la vida, cómo entender el arte de la muerte. La más estricta ausencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario