La compulsión y la mentira no acostumbran a ir unidas, pero cuando se alían, producen monstruos; no surgen del sueño de la razón, como en Goya, sino de la desolación y el espanto. Nacen de uno en uno, como todo ser vivo, pero juntos conforman un sinfín de rostros deshumanizados que se han acostumbrado a sobrevivir a costa de falsear la luz. Todos esconden la mano después de tirar la piedra.
Habría de ser la vida como la vestimos con nuestra mirada, pero miles de monstruos la emponzoñan con sus ardides, con sus tretas parapetadas en miedos ancestrales, campos de aire muerto, pantanos sin fondo donde anegar la alegría de cuantos les rodean, donde ahogar sus esperanzas, devoradas a su paso.
La compulsión y la mentira asolan la existencia, vacían la esperanza y desordenan las estancias. Superviviente a duras penas del naufragio, héroe del silencio, un ser humano nominado [el último sobre la altiplanicie de un esplendor desarbolado] abraza a cuantos quiere y se adentra en los profundos humedales, mientras su memoria graba ese minuto de su vida en el que ha dejado atrás tantas cosas muertas.
La falacia ciega, la zafiedad ensucia, la ambición destruye. Y todas, sin embargo, gozan de una estridente salud de hierro en este tiempo de lo falso. Víctimas de la tragedia de vivir en medio de tanta desmesura, muchos nombres de cuantos fueron han dejado de poner precio a tantas mañanas forasteras. Porque, a fuerza de intentar olvidar, la paciencia se convirtió en un pasado sin nombre, en otro más que se doblegó, como metáfora infeliz, al espacio donde acostumbran a naufragar los recuerdos sostenibles.
Mentir es fácil. Dar por cierta la impostura acaso sea tan simple como necesario para cuantos acomodan su existencia a la fatuidad de lo infecundo. Sobrevivir en torno a la mentira es incómodo, pero no por ello complicado para quienes ocultan su mirada bajo un montículo de borra, imprecisos y romos. Habríamos de respondernos de una vez si el error inmortal habita en quien esconde una mentira o en quien miente.
Atravesamos una era de diminutas comisuras en el entendimiento. La lírica nos deja considerablemente indiferentes, el amor es imposible. Sembramos nuestro polen sobre los campos yermos y nos convertimos en seres damnificados por una jauría de lobos feroces que, en vez de atacar nuestro cuerpo a dentelladas, busca sólo las palabras para destrozar su significado y transgredir la verdad de cuanto hablamos.
Seres sin audacia, existimos aprendiendo a no existir. Y por ello damos por cierta la mentira, humillación de la honra. Ante la indiferencia de todos nuestros glóbulos rojos, sobrevivimos anclados en una misma ensenada, sin tiempo ni razón para la aventura, sin sentirnos fatigados de afirmar siempre, de aceptar siempre, de limosnear siempre. Somos los seres vivos más imperfectos de la Naturaleza, pero nuestra estulticia no entiende esta tragedia.
Fruto del engaño y de quienes han anclado ‘su mentira’ en ‘su verdad’, la desolación es ámbito selecto en el que bogan cuantos sienten miedo a parecerse a tantos rostros que les rodean, a aquellos desprovistos de la pasión de vivir, a los ocultados por la ceniza de su cobardía. Desolación, mas no tristeza. Pues si desolación es soledad, en ella están vivos los selectos, inocentes todavía, heridos por batallas, pero audaces y pertrechados por la alegría de ser, frente a la mendacidad de los que únicamente están. Y así pasa todo, y la compulsión, y la falacia. Y así producen monstruos, que vienen y que van, que ensordecen a la ciudad con sus truenos sin relámpagos. Y que, sin haber sabido vivir lo que han vivido, permanecen.
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