sábado, 5 de julio de 2008


Alcanzado el punto de no retorno, oteas el camino recorrido y te confortas frente a la inmensidad del paisaje de tierra y agua, abrupto en pedregales erosionados por los ciclones en donde tu fortaleza encuentra la razón de subsistir y la justificación de su empeño; desgastado por el oleaje de la Costa da Morte, donde habitan las fuertes corrientes, perviven los temporales y donde las repentinas cerrazones de niebla desencadenan múltiples naufragios. De Fisterra a Cereixo: de los sedantes aguaceros al silencio de un paraje ofuscado en el abandono de las normas. Aquí el tiempo no atraviesa a la piedra [adorada porque es el fin de la tierra conocida], ni la flora se merma en el camino, convertido en un tobogán elástico. Aquí la luz se preña de las tonalidades del mar para, finalmente, parirlas en la atalaya.

Y aquí, ebrio de dicha, acampas la memoria. Jugueteas con la fortuna, sintonizas tu ánimo con el de las viejas correderas, con el sueño de los hórreos que se alzan desmembrados entre los escarpes del pretérito. Junto a un viejo campanario cubierto de hiedra, en una colina, procedes a purificar en el fuego cuanto has escrito: las hojas azules en las que tu juventud puso, con tinta negra, nombre y apellido a las delebles pasiones; los cuadernos con tapas de hule que contienen centenares de arcaísmos, definidos uno a uno para enriquecer tu lenguaje; los enroscados artículos que precisaste escribir para sonorizar el silencio; los libros que has publicado. Verbo y fuego, una conjunción ineludible si, como supones, tu pretensión es consumarte en el gozo con la penitencia del olvido.

En la austeridad de los muros de Cereixo, entre sus reducidas calles, en sus vetustas construcciones, en el cementerio de la iglesia románica [sepulcros floreados, lápidas con austeros epitafios] pones coto al pasado, puesto que en él fue breve el descuido, fugaz el tiempo, copioso el amor y ajena la desdicha. Vives aquí la muerte, la aposentas en la hojarasca de otoño que cubre los pórticos de piedra y de adobe, la recibes junto a la costa en donde las olas alcanzan mayor altura que la niebla; la vives tanto que regresas a la pureza para sentirte desprovisto de normas, leyes, dictámenes.

Cuando te aproximas a una piedra de abalar, la mueves sin pecado con la esperanza de que aumente tu dicha y te regale los sueños que no sueñas o, aún más adecuado, aquellos en los que nunca volverán a estar cuantos nombres el aire y el fuego han convertido en ceniza. Sumerges la imaginación de tu duermevela marina en paisajes que nunca has conocido, incluso en amores que fueron y hoy quizás aún te mencionen [seguramente en calma] y aprendes a no soñar con lo que al despertar recuerdes.

Vives aquí, en la Costa da Morte, en donde el tiempo se detiene sin baldones en beneficio de la leyenda, de las ciudades sumergidas en el mar o bajo las piedras. Vives para desnudarte de las ansias que a nada conducen, para imaginar el principio de los tiempos, permitir que el cielo se funda con la tierra y que de esa unión nazca la vida en los acantilados, como la armeria, como los pétalos inmaculados de silene. Por eso, en el lugar más deshabitado de la costa, desbocas tu dicha y acampas definitivamente la memoria. Reencarnado, oteas de nuevo las sendas que has cruzado, los paisajes abruptos que te trajeron hasta el fin de la tierra conocida, y rememoras los años que empleaste en el viaje, los seres que en la ruta ocuparon tus ansias y tus penas. Cuanto fue, hoy es ceniza. Como a un barco sin fanal, la Costa da Morte ha provocado el naufragio de tus utopías. Y ahora, como piedra de culto, permaneces.

No hay comentarios: