viernes, 11 de julio de 2008


Se marchó más allá de los caminos hasta tocar el mar. Rozó el agua con esa mano que, un día antes y por última vez, se había amparado en el brazo de Federico. Miró profundamente al horizonte, ojos negros que prefirieron lo visible a lo invisible. Se detuvo en el infinito, sin prisa y en silencio, ni arriba ni abajo del muelle; después anduvo unos pasos, ascendió hasta la cubierta del ‘Orinoco’ y observó el cielo. Bajó la vista y respondió hasta pronto a cuantos le dijeron adiós. Entonces, con una lentitud acostumbrada, el buque comenzó a surcar el mar.

Se marchó más allá de las olas hasta tocar la tierra. Allí inventó frases, pensamientos, días, pequeñas historias con el mismo remitente: el deseo de volver pronto a su casa, donde aguardaban para ella sus más limpios manteles y la mejor sonrisa de sus flores. Giró por Cuba y Argentina con la promesa de postales en las que anunciaba siempre que en septiembre amarraría en Santander, para alcanzar más tarde el Principal de Barcelona. Pero entonces se abrieron las entrañas de su patria, el cielo se oscureció de pronto y desvaneció para siempre los caminos del retorno.

Exiliada, extraviada y excoriada, pero remansada por la nostalgia, 33 años después y en un atardecer de primavera, Margarita reposó su senectud en el sencillo muro de piedra erigido frente a su casa de Punta Ballena. Después alzó su cuerpo, dio unos pasos y se cobijó en la sombra del zaguán. Entonces el dolor le alcanzó como se quiebra el cristal. Consciente todavía, todos los recuerdos cruzaron por sus ojos como una lluvia de asteroides y, quizás por última vez, acordó su memoria a la de su patria para asumir una vez más la fugacidad de su estela de actriz. Como Moretti sentenció frente a la tumba de Brecht, Margarita sabía que si de los poetas queda la palabra, de los cómicos nada permanece. Su voz, su gesto, su enjuto cuerpo ya no pudieron recomponerse tras las bambalinas. Murió en un hospital uruguayo el 25 de abril de 1969.

¿Es posible amar a quien nunca hemos conocido? Yo tengo esa certeza. Este artículo, estas palabras han surgido merced a mi íntima deuda personal, no transferible, con Margarita Xirgu Subirá. Palabras ascendentes como la hiedra en su fidelidad, en su armonía, como la espuma cuando rompe sobre la cresta del acantilado tanto en la calma como en la tempestad. Ésta es la luz que de ella he recibido, ésta la herencia que me ha dado Margarita; la amo, porque es mía como el color de su nombre, y la amo además porque nunca la conocí. Porque he sido obligado a inventar su mirada, sus contornos, sus recuerdos innominados que he vuelto habitables. Amo su muerte, su forma de morir, porque me anima a vivir, a aceptar la incomprensión y la violencia con que el desalmado acostumbra a caer ahora sobre su tierna sombra sin otra determinación que la alevosía.

Ni cuantos me leéis ni yo mismo habremos conocido a Margarita más que en los ámbitos añejos de daguerrotipos y fotografías, o en los celuloides primitivos. Quienes ahora suponéis que este mundo es vuestro habréis de saber que hace 75 años fue suyo, aquí, en nuestra cercanía y en el Teatro que, en estas fechas, ilumina cada noche su escenario. En ese Teatro que entonces fue estrictamente suyo buscad la soledad, sentaos en una piedra de la cávea y amad a esta mujer, como yo hago ahora en el equilibro de luz del ocaso, en el sosiego. Aprehended su rostro en vuestras retinas, cerrad los ojos entonces como si la llegada de la noche anunciase su retorno. Como un espacio sin voz hacia lo hondo oculto. Y soñadla a vuestro gusto.

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