sábado, 17 de enero de 2009



No es una sombra lo que se acerca a tu casa, sino un hermano malherido que a duras penas sobrevuela el precipicio de la destrucción sin comprender nada; sino un niño muerto por la metralla repugnante, un ser humano sin infancia de caricias, un mismo nacimiento del dolor provocado por la ambición de domeñar la tierra de otros. Hombres, mujeres, niños y niñas degollados por el hambre, víctimas de la infausta, cruel fanfarria de la guerra, apresados en una franja de terreno tan suya como lo más suyo de sí mismos y, sin embargo, extranjera. Matados, asesinados a centenares sin saber porqué.

Gaza es un inmenso campo de concentración habitado por más de un millón de seres humanos empobrecidos, hambrientos, abandonados, expoliados. Blindada por la sangrienta ocupación israelí, la franja es un espejo en el que la codicia evita mirarse, es la ruindad de los seres supremos, de quienes tienen poder sobre la vida y deciden el modo y momento de la muerte de los indefensos. La franja es el horror cotidiano sobre el que pasamos de largo por temor a las malas noticias, por egotismo y cobardía. La franja es un cúmulo de vacuas intenciones, sólo eso, un revoltillo de declaraciones de artificio, un amasijo de negociaciones en sala noble y mesa de caoba, en almuerzo de cinco tenedores, en corbata de seda y traje imperial. La franja es otro ejemplo de la miseria del ser humano, lo innoble de su naturaleza, la hipocresía de algún político, la destrucción de la decencia.

Y tú, que has hecho un alto en la rutina para leer estas líneas, acerca tus manos a la inmensa sombra que se aproxima a tu figura: es un hermano inerme, un rostro tan doloroso como la plaga de bombas y misiles que asesinan a inocentes sin cobijo. Porque tú eres parte de esta tragedia que arde tan lejos y tan cerca. Pero tu silencio es la fiebre que castiga su cuerpo. Porque tu indolencia le ejecuta. Nada habría de resultarte ajeno y, sin embargo, la masacre deja de serlo para ti si asola tierra extraña: te conmueve la muerte de un hombre si es parte de tu entorno; la de centenares de seres humanos ajenos a tu vista e influencia, aniquilados por el odio y la estrategia, sólo es una página de un periódico que pasas con rapidez, o unas imágenes en televisión que te apresuras a enmudecer para que no ‘amarguen’ tus almuerzos.

Y así transcurre la vida, y así pasamos todos. Cobardes acomodados en nuestra covacha. Sin ser ajenos al dolor, lo entendemos únicamente si parte de nosotros mismos. Esquivamos al hermano herido que nos pide paso en el borde del abismo, cuya inmensa sombra se aproxima a nosotros famélica y doliente con sus piernas huesudas, como acuarelas de sangre que nada ordenan, que todo lo suplican y nada obtienen. Un hermano distante, otra raza, otra etnia que nace en el dolor, vive en la tragedia y muere sepultado por bombas y metrallas. Sin saber por qué ha nacido, sin saber por qué le asesinan, sin saber por qué ha vivido. Y no obstante, nació y vivió para que el odio y la ambición de poder de Palacio pudieran justificarse.

Sin alguien a quien negar el pan, sin alguien a quien matar, sin alguien a quien asesinar, sin alguien a quien arrojar bombas y misiles, las guerras no tendrían sentido. Porque el resultado de una batalla habría de medirse siempre por el número de seres indefensos muertos en conflicto. Millones de hombres y mujeres anónimos que, a lo largo de la historia cruel que hemos escrito, han sido el juguete terrorífico de mandatarios autócratas y de gobernantes democráticos.

Ahora la franja de Gaza, el perseguido pueblo palestino y los anónimos seres humanos que se arraciman en los asentamientos, se han cubierto de lágrimas, sangre, horror y muertos a centenares. Y sus inmensas, desconsoladas y harapientas sombras te acechan cada día, aunque sé que pretendes evitarlas. Pero has de comprender que no son una sombra, sino el solitario, desnutrido y pétreo abrazo de unos hermanos silenciosamente asesinados.

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