Perdido en la concreción o quizás extraviado en la certeza, van pasando los días. Más de siete meses de silencio, porque sucedió así, sin premeditación; porque sería preciso acudir a la inconsciencia para entender la dejación. Me he ido lejos de las tristes leyes, en atención al lema que un día otorgué a este blog; quizás no tanto cerca de la buena tierra, porque sigo aquí, en este pequeña ciudad de estíos irredentos. Uno más y sigo aquí. Un verano distinto, sin embargo. Poseedor, no posesivo. Un tiempo que tomo como mío y no alquilo a otras voces, acaso como sucedió en los últimos años. Y me comprendo.
Por eso he regresado esta noche a la escritura íntima, escasamente transferible, de este blog. A seguir haciendo esa clase de historia que no se lee en los libros, a pulsar una tecla y otra, y una más, y detener la mirada sobre el monitor para pensarme y pensaros. Y otra tecla después, y luego otra, a medianoche, en verano y en mi casa. Reposado. Han tenido que transcurrir siete años para ocupar de nuevo las noches de verano con algo más intenso y personal que los ensayos airosos, los estrenos con bullanga y los caterines de barahúnda. Tiempo acontecido, irrenunciable y fértil, pero también irrepetible.
The seven year itch, concretamente. Atuso mis cejas, recorro con fruición mis labios y mis carrillos con media barba, desde el pómulo al mentón. Picor de los siete años. Había llegado mi hora, pero no fui yo quien lo supo antes que otros. Sereno, mas no extrañado, lo comprendo. Y recuerdo en esta madrugada a cuantos, desde su brutal clarividencia, me convocaron al éxodo. Y brindo por ellos, pero sin ellos. Por cuantos supuse, por cuantos me aludieron y por cuantos me han olvidado. Lo tienen merecido.
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