sábado, 17 de enero de 2009



Si usted, católico apostólico, no desea divorciarse o si las directrices emanadas desde la fortaleza del Vaticano se lo impiden, no se divorcie. Estará en su derecho, será usted consecuente y pío. Las leyes del divorcio, del aborto y del matrimonio homosexual existen para que se acojan a ellas cuantos su sentido de la ética y de la moral [no religiosa] se lo permitan. A usted, católico apostólico, no le afectan, porque su concepto de la moral [religiosa] se lo impide. ¿Por qué entonces usted y sus más destacados líderes en la fe católica arremeten contra los que valoramos y creemos en la necesidad de estas leyes? Usted, católico apostólico, a quien me dirijo expresamente, ha pedido a los que no pensamos como usted que respetemos sus creencias religiosas. Lo hacemos. Lo haremos. Yo le demando a usted y al ortodoxo guardián de la fe católica en España, el señor Rouco Varela, que respeten nuestra forma de pensar y de vivir. Es poco pedir y, sin embargo, ustedes no lo entienden, no lo escuchan. Y siguen pretendiendo ser nuestros adalides. Esto raya en el descaro.

Desde el año 1978 España no es oficialmente un país católico, ni sus habitantes obligados a serlo. Ha llovido mucho desde entonces, pero da la impresión de que ustedes mantienen la creencia de que el nacionalcatolicismo no es historia. Sostienen un derecho torcido: pedirnos que respetemos su fe católica a cambio de no respetar nuestras creencias, de no aceptar que fuera de su círculo hay vida, a lo largo y lo ancho de este país, y que en esa vida estamos los millones de personas que no somos como ustedes y que no estamos dispuestos a que ustedes hablen en nuestro nombre.

Vive y deja vivir, ese es el lema que procuro aplicarme en cada momento. Con una facción o con otra, con los miembros del Opus Dei o con los jesuitas, siempre he procurado el diálogo, nunca el enfrentamiento. La respuesta de los más altos representantes de la fe católica apostólica ha sido y es, sin embargo, intolerante. La todavía reciente misa por la familia celebrada en la plaza de Colón de Madrid ratificó esa intransigencia, el anhelo incontrolado de arrogarse la representación de los que no pensamos, no vivimos, no gozamos como ellos. El cardenal arzobispo de Madrid, señor Rouco Varela, enarboló una vez más el fuego inquisidor para complacencia de los asistentes y arremetió contra leyes democráticas, aprobadas por el órgano que a todos representa, incluso a ellos: el Parlamento. Afirmó, por ejemplo, que la ley del aborto es “una de las lacras más terribles de nuestro tiempo”.

Uno de los asistentes a la misa alzó la voz para emitir un mensaje que todavía me acongoja: “Vamos a ver si arreglamos esto de la familia entre todos”. ¿A qué familia habría de referirse? ¿A la suya? Y si a la suya, ¿por qué hemos de arreglársela entre todos? Y si a la familia en general, ¿con qué autoridad lo pretende? Será acaso que los asistentes a la misa tienen la certeza de que son valedores y salvadores de todas las familias de este país, incluidas las miles que están alejadas de su fe religiosa. Será, pues, que quienes piden respeto para sus creencias son los primeros en no respetar las nuestras.

Nadie amenaza a las familias españolas. Cuantas conozco, que no son pocas, no se sienten amenazadas en su libertad ni en sus decisiones. Saben que las leyes del aborto, del divorcio y de los matrimonios homosexuales existen para garantizar su aplicación a los que las precisan, que no son ni serán los católicos apostólicos; lo cual es correcto, pues ése es su derecho: no aplicar en sí mismos lo que su fe religiosa rechaza. Y eso es congruente, o lo sería si no pretendieran que los demás tomásemos la misma senda que ellos roturan.

Es harto probable que yo nunca aplique en mí cuanto dos de esas tres leyes garantizan. Es seguro que no podré acogerme a una de ellas. Pero eso no significa ni ha de suponer que censure y menosprecie a aquellos que las utilicen en su beneficio o en su necesidad. Así es como miles, quizás millones de personas entendemos la libertad. Vivir como hayamos decidido, respetando las ideas del prójimo y asumiendo, como dijo El Gallo, que aquí “hay gente pa to”. Incluso para los intransigentes.

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