lunes, 8 de septiembre de 2008


Tenía 14 años y un colmado tan repleto de luz que optó por escapar de él para encontrar el aire lejos del hogar, para esconder sus abrazos en unos prados tan lejanos que necesitó sembrar el camino con montículos de piedras para no extraviar el regreso en medio del trigal. No contaba todavía con la edad suficiente para conocer el tiempo y su memoria blanca sólo alcanzaba a reconocer la lluvia que se encharcaba bajo a sus pies. En la escapada era displicente con una voz lejana que gritaba su nombre ante la extrañeza de no divisarle en el horizonte, pero le despreocupaba su congoja. Quería únicamente que su sombra se fundiese con el trigo dorado, que sus labios se uniesen a otros labios y que enjugasen mieles y aromas de tomillo, que sus dedos se deslizaran, dos a dos, por las formas de otro cuerpo para aspirar el asombro de lo desconocido
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¿Qué resta hoy de aquel tiempo? Una rancia foto de juventud, de dos cuerpos desnudos junto al río, cuando desoían el eco de la voz que les reclamaba para escuchar sólo un viento suave, la cortina de agua sobre las hojas y el chapoteo de sus pies en el agua. Después, agotados por la algarabía y extraviados en la noche, el sueño acostumbraba a encontrarles a varias leguas de casa, mientras procuraban ahuyentar el miedo entre los mínimos abrazos de amor que la edad les permitía.

Cuando desde varias leguas les alcanzaba la lluvia, el desamparo de sus cuerpos era prohijado por el agua, que cubría la tierra hasta ocultar el rastro de las piedras en la senda. Entonces brotaban las urgencias, se desataban sus labios humedecidos. Pasado el temor y ante la realidad levísima, un clamor de voces alcanzaba la cercanía, aquellas que les llamaban sin apenas conocer sus nombres.

Pero ellos optaban por alejarse de sus ecos para correr hacia la cañada y asilarse en el farallón que habían alzado para esconder sus juegos prohibidos en los días de plenilunio. Semejaba una torre en el desierto: el suelo de cáñamo acogía las canciones de navíos y bucaneros; la azotea rezumaba calor con su presencia; la primera piedra era del país que les albergaba; los peldaños de la escalera que conducía a sus secretos surgieron de tantas horas vividas juntos; al fin, una veleta vertical a la tierra que dispusieron al viento cada día.

En aquel refugio supieron que el tiempo no existía, pues sus cuerpos desnudos resultaban invisibles y nadie les conturbaba. En él permanecieron hasta que la brisa de bonanza anunció una melodía. Pero volvieron las lluvias.

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Él regresó muchos años después, ante otros gestos y frente a otros rostros, cuando ya era tarde y su cuerpo había asumido que la madurez no resultaba más que un naufragio de pasiones que se deslizaban por las hombreras de su chaqueta de cuadros. Entonces los rumores de Sinatra no olieron a hierba húmeda en la pradera, ni a Whitman, ni a él mismo, porque ya era imposible recobrar los ecos de aquellos domingos de party con meriendas de amor y chocolate.

Una brisa de olvido alcanzó la ventana cuando sonaron los primeros acordes de ‘Once upon a time’; de nuevo el viejo Sinatra procuraba inútilmente la melancolía. Lo susurraba entre el viento, similar al que muchos años antes había esparcido por el campo su inocencia. Cesada la canción, la lluvia alcanzó a la ciudad, que se convirtió en un mar plagado de istmos sin nombre. En aquella tarde de domingo se despidió una a una, acaso para siempre, de las voces, de los ecos de su tiempo de cerezas, tantos años después de la distancia.

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