¿En qué lugar del cerebro permanece la conciencia del pasado? Las mesetas de la memoria, las depresiones del tiempo, ¿dónde se ocultan? El paseante conoce la condición del coliseo que le acoge, las gradas sin fin, el cielo lejano, los rostros sin facciones en la escena sobre los que no existe el pasado, en los que no se refleja el futuro. Esa antigua calzada indescifrable pronuncia su nombre para acallar la memoria, para estampar sus huellas en la suavidad de la tierra y divisar el horizonte sin mirar atrás.
Recorre el hemiciclo romano entre la densidad de unos seres anónimos, desértico, y las piedras le recuerdan su nombre. Con el deambular aprendido, su figura se refleja en las inmensas columnas y comprende el mensaje: allí tienen lugar las representaciones presentidas, los escenarios anhelados y nunca existidos. Camina sin rumbo, vagabundo impertérrito entre la farsa, donde soñar es imposible.
El monumento es parte de una ciudad provinciana en la que los edificios, a varias leguas del cielo, suicidan la imaginación. El paseante calza el desengaño, se expone a la luz y evita las palabras. Afable a la indigencia, desnuda a medianoche los presagios, ajenos, turbios, intransitables. Si en ocasiones se reconoce sobre las depresiones del tiempo, su memoria calla, porque ya es tarde. Tarde para deletrear un nombre y desnudarlo sin pudor, para fragmentar la conciencia en su intento de reconocerse vivo en un ámbito apacible. Puesto que el paseante nació después de la muerte, todo le es extraño frente a la batalla: lanza su mirada hacia atrás y no reconoce al enemigo.
Habría de regresar, descubrir en cada drama los secretos de la pasión, saludar a los que fueron suyos con la conciencia de un beso y acariciar sus figuras bordando una sonrisa, no rehuir la mirada al tropezar con el abrazo rebosante de afecto, no reprimir el suspiro con los dedos en la comisura de sus labios. Cuantos quiso se fueron hablando de mesetas a rostros que él desconocía, encharcándose en la estela de ciudades en ruinas. Pero todos estuvieron aquí, es cierto, en este teatro del pasado y sin futuro.
Al cabo, vivir en este espacio no es más que modular con precisión la soledad: palabras cálidas, gradas que aceptan sus pasos por un módico silencio. Persistencia y antídoto a la muerte. Nacer cada madrugada a mitad de la cávea en una noche oscura, tan impenetrable que el aire trasciende a la ciudad donde nunca habitó devorado por los recuerdos.
Existe aprendiendo a no volver, calculando el horizonte con temor a lanzar atrás su mirada y convertirse en estatua de sal. El verano es a veces demasiado largo para compartir la soledad, las noches de calima en la versura donde nunca ha sabido mencionar al futuro por su nombre, el jardín colgante sobre el peristilo en el que, ante la mesa y la cerveza, lapida el calendario. El momento en que los actores se convierten en ausencia, en pleamar de imposibles iniciales. Y entonces mira hacia poniente en lo más alto del recinto, rema su vista con lentitud hacia otro aliento, y acepta. Que ya no es imprescindible existir con ansia de azoteas, que ha llegado hasta allí únicamente para reconocer las voces de aquellos que se fueron.
En ese instante el sueño posible termina dulcemente, como la herida en la que ya no persiste el dolor, como la soledad de ese teatro vacío. El paseante alza su cuerpo de la silla y se acoge a la calzada en la que todavía resuenan los saludos de cuantos quiso y el tiempo ha destruido. Alcanza la calle tras la verja y, al tiempo, su certeza: durar con esfuerzo, limitar el espacio, sobrevivirse.
Recorre el hemiciclo romano entre la densidad de unos seres anónimos, desértico, y las piedras le recuerdan su nombre. Con el deambular aprendido, su figura se refleja en las inmensas columnas y comprende el mensaje: allí tienen lugar las representaciones presentidas, los escenarios anhelados y nunca existidos. Camina sin rumbo, vagabundo impertérrito entre la farsa, donde soñar es imposible.
El monumento es parte de una ciudad provinciana en la que los edificios, a varias leguas del cielo, suicidan la imaginación. El paseante calza el desengaño, se expone a la luz y evita las palabras. Afable a la indigencia, desnuda a medianoche los presagios, ajenos, turbios, intransitables. Si en ocasiones se reconoce sobre las depresiones del tiempo, su memoria calla, porque ya es tarde. Tarde para deletrear un nombre y desnudarlo sin pudor, para fragmentar la conciencia en su intento de reconocerse vivo en un ámbito apacible. Puesto que el paseante nació después de la muerte, todo le es extraño frente a la batalla: lanza su mirada hacia atrás y no reconoce al enemigo.
Habría de regresar, descubrir en cada drama los secretos de la pasión, saludar a los que fueron suyos con la conciencia de un beso y acariciar sus figuras bordando una sonrisa, no rehuir la mirada al tropezar con el abrazo rebosante de afecto, no reprimir el suspiro con los dedos en la comisura de sus labios. Cuantos quiso se fueron hablando de mesetas a rostros que él desconocía, encharcándose en la estela de ciudades en ruinas. Pero todos estuvieron aquí, es cierto, en este teatro del pasado y sin futuro.
Al cabo, vivir en este espacio no es más que modular con precisión la soledad: palabras cálidas, gradas que aceptan sus pasos por un módico silencio. Persistencia y antídoto a la muerte. Nacer cada madrugada a mitad de la cávea en una noche oscura, tan impenetrable que el aire trasciende a la ciudad donde nunca habitó devorado por los recuerdos.
Existe aprendiendo a no volver, calculando el horizonte con temor a lanzar atrás su mirada y convertirse en estatua de sal. El verano es a veces demasiado largo para compartir la soledad, las noches de calima en la versura donde nunca ha sabido mencionar al futuro por su nombre, el jardín colgante sobre el peristilo en el que, ante la mesa y la cerveza, lapida el calendario. El momento en que los actores se convierten en ausencia, en pleamar de imposibles iniciales. Y entonces mira hacia poniente en lo más alto del recinto, rema su vista con lentitud hacia otro aliento, y acepta. Que ya no es imprescindible existir con ansia de azoteas, que ha llegado hasta allí únicamente para reconocer las voces de aquellos que se fueron.
En ese instante el sueño posible termina dulcemente, como la herida en la que ya no persiste el dolor, como la soledad de ese teatro vacío. El paseante alza su cuerpo de la silla y se acoge a la calzada en la que todavía resuenan los saludos de cuantos quiso y el tiempo ha destruido. Alcanza la calle tras la verja y, al tiempo, su certeza: durar con esfuerzo, limitar el espacio, sobrevivirse.
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