martes, 16 de septiembre de 2008



Cuando Edipo arramblaba con sus manos a Yocasta, norte a sur del escenario del Teatro Romano, sus palabras fibrosas, sus gestos dinámicos transmitían sabiduría, tanta como la procurada por su director, el maestro Jorge Lavelli. El público asistía circunspecto a la expresión desnuda, a la instrucción presentida. Y aprehendía una civilización bimilenaria desde una pasión contemporánea. Y sabía [porque se trataba de un público sagaz] que aquello era esencial, estrictamente cultura.

Cuando Miles Gloriosus, soldado fanfarrón, arrastraba su grotesca y descomunal espada este a oeste del escenario del Teatro Romano, entre soeces bromas, junto a burlas chabacanas de soldados y doncellas, con los retruécanos descompasados y localistas de su esclavo, el público asistente parafraseaba en sus asientos mientras reía, aplaudía, reía. Y confirmaba [porque se trataba de un público epidérmico] que aquello era materialmente un espectáculo.

El príncipe de Tebas y el soldado fanfarrón han pasado una vez más por el Festival de Mérida. Dentro de veinte años recordaré todavía la transfiguración de Ernesto Alterio para respirar como Edipo. Dentro de una hora [acaso cuando termine de escribir este artículo] olvidaré que existió aquel Miles Gloriosus como, con certeza, Pepe Viyuela ya ha procurado ignorarlo.

Espectáculo adversus cultura. Y no viceversa. La segunda tiene la capacidad de incrementar los conocimientos humanos; el primero, la peculiaridad de atraer fugazmente merced a una sola pretensión: el divertimento de un público volátil entregado a lo efímero. El debate sigue abierto y los interrogantes, en su sitio de costumbre. Así desde hace años. También en esta ocasión.

Sea en nuestras cercanías o en ciudades ajenas, la vivencia bajo un mismo techo de una manifestación cultural y un espectáculo de masas resulta siempre tan desatinada como infructuosa. Una y otro existen, pero no habríamos de procurar que coexistiesen. El espectáculo concebido exclusivamente como un elemento capaz de atraer a un mayor número de personas para esparcirse al margen de la reflexión y el pensamiento, forma parte de la masa y de la media, es connatural y, acaso, inevitable. Sin embargo y lamentablemente, la cultura es soslayable por una mayoría, que ha sido habituada a no ser, simplemente a estar.

Dando esto por cierto, la discordancia entre una y otro debería resultar incuestionable. El divorcio, imprescindible. Y no es así, ni en nuestros ámbitos más reconocibles ni en las lejanas distancias. Una actuación cultural adecuada estaría impelida a desligar el trigo de la paja, a sabiendas de que, si uno y otra resultan necesarios para la supervivencia, son alimentos para especies diferentes. Del trigo brota el pan; de la paja, nada.

El debate se mantiene en lo alto, así desde los años del diluvio. Arrastramos una civilización cada vez más incivilizada, en la que el pensamiento es asunto tedioso y la banalidad un estilo de vida. Tiempos de lo efímero, estaciones de lo falso. No habría de extrañar, pues, la mezcolanza, el revoltillo, ni los afanes de una simple mayoría: nacer, crecer, reproducirse y morir. No pensar, no ligamentos, no futuro. Un desierto de ideas nos engulle. Un amasijo de despropósitos campa con desenvoltura en nuestros predios. Prestos los arreos, nos movemos sin hacer camino. Pues si camino se hace al andar [es decir, al ir de un lugar a otro], nuestros pasos no se extralimitan hoy más allá del círculo. ¡Qué espectáculo!

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