martes, 29 de julio de 2008

Espoir

On reviendra. J'ai une espérance de l'espoir. Le temps, s'il veut, accorde le temps.

domingo, 20 de julio de 2008


Tiempo de lo falso al filo de los labios, tiempo de un mal sueño: la palabra dicha, la mirada confusa, el deseo presentido, el amor trasnochado, todo ha pasado por él como atraviesa el aire la gaviota, desde el cielo hasta el mar, en picado, con un vuelo progresivo que, al cabo, choca súbitamente con el agua. Y ahora [acompasado de nuevo a su bonhomía, recuperado] él se pregunta por qué la presuntuosa liviandad descompuso sus formas, qué estúpido frenesí trastocó su inteligencia de hombre adulto para ofuscarse en un anhelo temporal [tan reprobable, innecesario] con lo que nunca pudo ser, con lo que nunca ha sido, con lo que hoy ya no siente, porque el tiempo reconduce los caminos y acomoda las pasiones, al menos cuantas desbocadas cruzan sin destino las llanuras de su edad.

Ahora asume la razón de los actos cometidos, la explicación de sus persistencias cotidianas, la intromisión de su escritura en los aspectos más delebles de aquella a quien, ebrio de un arrebato extemporáneo y tardío, provocó la desazón y el desorden [perdón]. Hoy, cuando al fin el hombre regresa a su morada habitual y se reencuentra con su sombra sobre la mesa de trabajo, pone el lógico punto final a un libro nunca escrito, redacta minuciosamente un epílogo sin letras y después, conforme consigo mismo, rehabilitado, lo expande por los rincones de su casa. Hasta aquí la ventolera. Por fin y por principios.

Apenas sin querer y cuando tenía cubiertas casi todas las etapas de su vida, él volvió a cometer los mismos desaciertos que a los treinta años, aunque sin aceptar que entonces la pasión era posible y ahora sólo ha resultado una mirada al calidoscopio desconchado por el tiempo. Quizás porque la luz primaveral le devolvió una imagen aparentemente olvidada, un perfume, un color, un vestido para las tardes de ceremonias exactamente iguales que entonces. Y en ese estado fue necesario un solo instante para zozobrar en la melodía de otro nombre, en el concierto de otro sueño que [ahora lo comprende] nunca llegó a ser más que deseo, y exigiendo mucho esfuerzo.

Concluida la sinrazón de la mirada y la esperanza, vuelve a los antiguos ritos, con la pluma y la tinta azul, con la fotografía distinta, pero en lugar semejante. Y la palabra justa se recompone en su memoria exactamente donde antes. Y el añejo abrazo a cuantos quiere y le quieren regresa a semejante actitud. Nada o tal vez completamente todo [entendedlo] ha cambiado en su morada de rituales donde descansa el pasado y se conforma el futuro con el horizonte ofrecido de nuevo a su mismidad, estrictamente suya, intransferible.

Hoy, desprendido ya de tan brusca obstinación, se acoge a su entrañable soledad en claroscuro, y se apacigua. Todo pasó, todo acabó como era justo que lo hiciera, sin un principio: esquinas de la nada. Vuelve a ser él en la luz de la mañana, en los sueños de aguaceros, en las jornadas de trabajos compartidos, en las noches de jardín y bambalinas. Y comprende que a su edad el tiempo recompone los estadios de la mente con mayor lentitud que a los cuarenta, pero concluida esa labor, almacena la experiencia y la protege de intrusiones.

Al fin y al cabo, las cosas son como son y por siempre. Fue inútil su pretensión de mantener encendidos los anhelos en la niebla de la noche. El tiempo no se ha hecho para que recuerde lo imposible ni para guardar silencio tras la guerra conscientemente olvidada. Porque la vida no es como la vestimos con nuestra mirada.

viernes, 11 de julio de 2008


Se marchó más allá de los caminos hasta tocar el mar. Rozó el agua con esa mano que, un día antes y por última vez, se había amparado en el brazo de Federico. Miró profundamente al horizonte, ojos negros que prefirieron lo visible a lo invisible. Se detuvo en el infinito, sin prisa y en silencio, ni arriba ni abajo del muelle; después anduvo unos pasos, ascendió hasta la cubierta del ‘Orinoco’ y observó el cielo. Bajó la vista y respondió hasta pronto a cuantos le dijeron adiós. Entonces, con una lentitud acostumbrada, el buque comenzó a surcar el mar.

Se marchó más allá de las olas hasta tocar la tierra. Allí inventó frases, pensamientos, días, pequeñas historias con el mismo remitente: el deseo de volver pronto a su casa, donde aguardaban para ella sus más limpios manteles y la mejor sonrisa de sus flores. Giró por Cuba y Argentina con la promesa de postales en las que anunciaba siempre que en septiembre amarraría en Santander, para alcanzar más tarde el Principal de Barcelona. Pero entonces se abrieron las entrañas de su patria, el cielo se oscureció de pronto y desvaneció para siempre los caminos del retorno.

Exiliada, extraviada y excoriada, pero remansada por la nostalgia, 33 años después y en un atardecer de primavera, Margarita reposó su senectud en el sencillo muro de piedra erigido frente a su casa de Punta Ballena. Después alzó su cuerpo, dio unos pasos y se cobijó en la sombra del zaguán. Entonces el dolor le alcanzó como se quiebra el cristal. Consciente todavía, todos los recuerdos cruzaron por sus ojos como una lluvia de asteroides y, quizás por última vez, acordó su memoria a la de su patria para asumir una vez más la fugacidad de su estela de actriz. Como Moretti sentenció frente a la tumba de Brecht, Margarita sabía que si de los poetas queda la palabra, de los cómicos nada permanece. Su voz, su gesto, su enjuto cuerpo ya no pudieron recomponerse tras las bambalinas. Murió en un hospital uruguayo el 25 de abril de 1969.

¿Es posible amar a quien nunca hemos conocido? Yo tengo esa certeza. Este artículo, estas palabras han surgido merced a mi íntima deuda personal, no transferible, con Margarita Xirgu Subirá. Palabras ascendentes como la hiedra en su fidelidad, en su armonía, como la espuma cuando rompe sobre la cresta del acantilado tanto en la calma como en la tempestad. Ésta es la luz que de ella he recibido, ésta la herencia que me ha dado Margarita; la amo, porque es mía como el color de su nombre, y la amo además porque nunca la conocí. Porque he sido obligado a inventar su mirada, sus contornos, sus recuerdos innominados que he vuelto habitables. Amo su muerte, su forma de morir, porque me anima a vivir, a aceptar la incomprensión y la violencia con que el desalmado acostumbra a caer ahora sobre su tierna sombra sin otra determinación que la alevosía.

Ni cuantos me leéis ni yo mismo habremos conocido a Margarita más que en los ámbitos añejos de daguerrotipos y fotografías, o en los celuloides primitivos. Quienes ahora suponéis que este mundo es vuestro habréis de saber que hace 75 años fue suyo, aquí, en nuestra cercanía y en el Teatro que, en estas fechas, ilumina cada noche su escenario. En ese Teatro que entonces fue estrictamente suyo buscad la soledad, sentaos en una piedra de la cávea y amad a esta mujer, como yo hago ahora en el equilibro de luz del ocaso, en el sosiego. Aprehended su rostro en vuestras retinas, cerrad los ojos entonces como si la llegada de la noche anunciase su retorno. Como un espacio sin voz hacia lo hondo oculto. Y soñadla a vuestro gusto.

sábado, 5 de julio de 2008


Alcanzado el punto de no retorno, oteas el camino recorrido y te confortas frente a la inmensidad del paisaje de tierra y agua, abrupto en pedregales erosionados por los ciclones en donde tu fortaleza encuentra la razón de subsistir y la justificación de su empeño; desgastado por el oleaje de la Costa da Morte, donde habitan las fuertes corrientes, perviven los temporales y donde las repentinas cerrazones de niebla desencadenan múltiples naufragios. De Fisterra a Cereixo: de los sedantes aguaceros al silencio de un paraje ofuscado en el abandono de las normas. Aquí el tiempo no atraviesa a la piedra [adorada porque es el fin de la tierra conocida], ni la flora se merma en el camino, convertido en un tobogán elástico. Aquí la luz se preña de las tonalidades del mar para, finalmente, parirlas en la atalaya.

Y aquí, ebrio de dicha, acampas la memoria. Jugueteas con la fortuna, sintonizas tu ánimo con el de las viejas correderas, con el sueño de los hórreos que se alzan desmembrados entre los escarpes del pretérito. Junto a un viejo campanario cubierto de hiedra, en una colina, procedes a purificar en el fuego cuanto has escrito: las hojas azules en las que tu juventud puso, con tinta negra, nombre y apellido a las delebles pasiones; los cuadernos con tapas de hule que contienen centenares de arcaísmos, definidos uno a uno para enriquecer tu lenguaje; los enroscados artículos que precisaste escribir para sonorizar el silencio; los libros que has publicado. Verbo y fuego, una conjunción ineludible si, como supones, tu pretensión es consumarte en el gozo con la penitencia del olvido.

En la austeridad de los muros de Cereixo, entre sus reducidas calles, en sus vetustas construcciones, en el cementerio de la iglesia románica [sepulcros floreados, lápidas con austeros epitafios] pones coto al pasado, puesto que en él fue breve el descuido, fugaz el tiempo, copioso el amor y ajena la desdicha. Vives aquí la muerte, la aposentas en la hojarasca de otoño que cubre los pórticos de piedra y de adobe, la recibes junto a la costa en donde las olas alcanzan mayor altura que la niebla; la vives tanto que regresas a la pureza para sentirte desprovisto de normas, leyes, dictámenes.

Cuando te aproximas a una piedra de abalar, la mueves sin pecado con la esperanza de que aumente tu dicha y te regale los sueños que no sueñas o, aún más adecuado, aquellos en los que nunca volverán a estar cuantos nombres el aire y el fuego han convertido en ceniza. Sumerges la imaginación de tu duermevela marina en paisajes que nunca has conocido, incluso en amores que fueron y hoy quizás aún te mencionen [seguramente en calma] y aprendes a no soñar con lo que al despertar recuerdes.

Vives aquí, en la Costa da Morte, en donde el tiempo se detiene sin baldones en beneficio de la leyenda, de las ciudades sumergidas en el mar o bajo las piedras. Vives para desnudarte de las ansias que a nada conducen, para imaginar el principio de los tiempos, permitir que el cielo se funda con la tierra y que de esa unión nazca la vida en los acantilados, como la armeria, como los pétalos inmaculados de silene. Por eso, en el lugar más deshabitado de la costa, desbocas tu dicha y acampas definitivamente la memoria. Reencarnado, oteas de nuevo las sendas que has cruzado, los paisajes abruptos que te trajeron hasta el fin de la tierra conocida, y rememoras los años que empleaste en el viaje, los seres que en la ruta ocuparon tus ansias y tus penas. Cuanto fue, hoy es ceniza. Como a un barco sin fanal, la Costa da Morte ha provocado el naufragio de tus utopías. Y ahora, como piedra de culto, permaneces.