domingo, 21 de septiembre de 2008



Ese hombre es un hombre sin maldad. Con andar brioso, recorre esta tarde la calle tan solitario como de costumbre, asentado en el exilio de una ciudad sin geografía. Hace unos minutos que ha dejado sobre la mesa de su estudio los tres últimos folios del libro que comenzó a escribir pocos días antes del verano. Y un apunte cuyo recuerdo se acompasa al ritmo de su andar: “Henry Miller pensaba que la literatura del futuro sería autobiográfica”, porque hoy se ha despertado con el nombre de Miller en los labios, como si uno de su trópicos se hubiera descolgado del sueño con la intención de perseguirle durante la jornada.

A ese hombre le resulta familiar esta persistencia, pues últimamente cuando despierta y distrae su sinsentido en el techo de la habitación, le alcanza una frase del último sueño que retiene a duras penas. De modo que en la ducha, en el desayuno y hasta en el almuerzo le ronronea en el cerebro. Hoy le sucede como a Miller: quiere consignar todo lo que deliberadamente se omite en los libros. Por eso ha abandonado tres folios dentro de una carpeta negra y se ha echado a la calle para esparcir en la acera su autobiografía, para regar el aire mortecino y la luz gris de la tarde con la pasión que le desborda, ésa que no se dice en los libros.

Ese hombre se pregunta qué perversa ecuación y de qué grado es capaz de dar como resultado un número exacto cuando unimos incógnitas como verano, amistad, tiempo de cerezas, soledad, madurez. Pretende, como el joven Lèolo, abandonarse a la noche antes de que le deje el día. Porque ya no ama, porque hoy por primera vez le asusta amar.
Pero su retorno del campo de los sueños siempre es brutal.

De vuelta a casa, ojea la habitación en la que todo ha cambiado en los últimos cien años, los cuadros, las sillas, la alfombra semioculta, las voces, los recuerdos. Como casi todos los solitarios, exige un orden severo en su entorno y alimenta una pulcritud en las formas. Con ello, todos asegurarían que es un hombre distinguido. “Solitario, pulcro y ordenado”, dirían de él los que no le conocen. Los que se equivocan, porque ¿quién le conoce realmente, quien nos conoce a cada uno de nosotros? Todos, es decir, ninguno. Medimos poco las palabras cuando hablamos del prójimo y aún menos cuando decimos “Le conozco muy bien”, pues nadie sabe del otro más allá de la anécdota. Porque todos -es decir, ninguno- nos desinteresamos por todos. Así lo manifiesta la cultura inglesa: “How are you?”, saluda el encontrado; “how are you?”, repite el advenedizo. Huelgan las respuestas. “¿Cómo estás?”, preguntamos varias veces cada día, pero resulta obligada la respuesta: “Bien”, escuetamente. Todos -es decir, ninguno- mentimos, pues nadie conoce a nadie. Perseveramos en el error: “Le conozco bien”. Por eso decimos de este hombre que es armonioso, ordenado, respetuoso, gentil con el prójimo y amante de la luz; en fin, “en el buen sentido de la palabra, bueno”.

Extraviado entre tanta ambigüedad y con una intención de imposible fruto, ha agrupado en una sola ecuación el verano, la amistad, el tiempo de las cerezas, la soledad, la decadencia física y, al cabo, la piel del albaricoque. Mantiene la osadía de hallarle un resultado exacto, sin decimales. E insiste en que comprendamos su impostura cuando acaba de nacer el otoño y llegan las primeras lluvias tormentosas. Ese hombre eres tú.

martes, 16 de septiembre de 2008



Cuando Edipo arramblaba con sus manos a Yocasta, norte a sur del escenario del Teatro Romano, sus palabras fibrosas, sus gestos dinámicos transmitían sabiduría, tanta como la procurada por su director, el maestro Jorge Lavelli. El público asistía circunspecto a la expresión desnuda, a la instrucción presentida. Y aprehendía una civilización bimilenaria desde una pasión contemporánea. Y sabía [porque se trataba de un público sagaz] que aquello era esencial, estrictamente cultura.

Cuando Miles Gloriosus, soldado fanfarrón, arrastraba su grotesca y descomunal espada este a oeste del escenario del Teatro Romano, entre soeces bromas, junto a burlas chabacanas de soldados y doncellas, con los retruécanos descompasados y localistas de su esclavo, el público asistente parafraseaba en sus asientos mientras reía, aplaudía, reía. Y confirmaba [porque se trataba de un público epidérmico] que aquello era materialmente un espectáculo.

El príncipe de Tebas y el soldado fanfarrón han pasado una vez más por el Festival de Mérida. Dentro de veinte años recordaré todavía la transfiguración de Ernesto Alterio para respirar como Edipo. Dentro de una hora [acaso cuando termine de escribir este artículo] olvidaré que existió aquel Miles Gloriosus como, con certeza, Pepe Viyuela ya ha procurado ignorarlo.

Espectáculo adversus cultura. Y no viceversa. La segunda tiene la capacidad de incrementar los conocimientos humanos; el primero, la peculiaridad de atraer fugazmente merced a una sola pretensión: el divertimento de un público volátil entregado a lo efímero. El debate sigue abierto y los interrogantes, en su sitio de costumbre. Así desde hace años. También en esta ocasión.

Sea en nuestras cercanías o en ciudades ajenas, la vivencia bajo un mismo techo de una manifestación cultural y un espectáculo de masas resulta siempre tan desatinada como infructuosa. Una y otro existen, pero no habríamos de procurar que coexistiesen. El espectáculo concebido exclusivamente como un elemento capaz de atraer a un mayor número de personas para esparcirse al margen de la reflexión y el pensamiento, forma parte de la masa y de la media, es connatural y, acaso, inevitable. Sin embargo y lamentablemente, la cultura es soslayable por una mayoría, que ha sido habituada a no ser, simplemente a estar.

Dando esto por cierto, la discordancia entre una y otro debería resultar incuestionable. El divorcio, imprescindible. Y no es así, ni en nuestros ámbitos más reconocibles ni en las lejanas distancias. Una actuación cultural adecuada estaría impelida a desligar el trigo de la paja, a sabiendas de que, si uno y otra resultan necesarios para la supervivencia, son alimentos para especies diferentes. Del trigo brota el pan; de la paja, nada.

El debate se mantiene en lo alto, así desde los años del diluvio. Arrastramos una civilización cada vez más incivilizada, en la que el pensamiento es asunto tedioso y la banalidad un estilo de vida. Tiempos de lo efímero, estaciones de lo falso. No habría de extrañar, pues, la mezcolanza, el revoltillo, ni los afanes de una simple mayoría: nacer, crecer, reproducirse y morir. No pensar, no ligamentos, no futuro. Un desierto de ideas nos engulle. Un amasijo de despropósitos campa con desenvoltura en nuestros predios. Prestos los arreos, nos movemos sin hacer camino. Pues si camino se hace al andar [es decir, al ir de un lugar a otro], nuestros pasos no se extralimitan hoy más allá del círculo. ¡Qué espectáculo!

lunes, 8 de septiembre de 2008

Vinisteis y os vais. Ascendéis y descendéis, viajeros en una noria gigante, desde los cirros hasta el llano. Os vi llegar este año, en invierno y primavera, despiertos ante la sorpresa de una nueva edición que debería haberse dispuesto para la magia y las emociones. Compartí con vosotros pasiones y rutinas en despachos, noches y madrugadas en las piedras o en el bar.

Recuerdo que os amo cuando ya no estais. La fiesta ha concluido.

Marchais a vuestros cuarteles de invierno. Aquí me quedo otra vez, cerca de la mala tierra, confundido por las tristes leyes. A diez pasos del maligno; a veinte de quien supuse cercano en la batalla y hoy intuyo contra mí; a treinta de vuestro gabinete, tantas veces compartido, ahora silencioso; a cuarenta de la puerta de la calle, que esta mañana abordo sin vosotros, rumbo al café de las diez en un bar con cucarachas.

Vinisteis y ya os habéis ido. Quizás la siguiente primavera alguno regrese a este semisótano, pero acaso entonces yo no esté. Os vais -¿nos vamos?- por última vez.


Tenía 14 años y un colmado tan repleto de luz que optó por escapar de él para encontrar el aire lejos del hogar, para esconder sus abrazos en unos prados tan lejanos que necesitó sembrar el camino con montículos de piedras para no extraviar el regreso en medio del trigal. No contaba todavía con la edad suficiente para conocer el tiempo y su memoria blanca sólo alcanzaba a reconocer la lluvia que se encharcaba bajo a sus pies. En la escapada era displicente con una voz lejana que gritaba su nombre ante la extrañeza de no divisarle en el horizonte, pero le despreocupaba su congoja. Quería únicamente que su sombra se fundiese con el trigo dorado, que sus labios se uniesen a otros labios y que enjugasen mieles y aromas de tomillo, que sus dedos se deslizaran, dos a dos, por las formas de otro cuerpo para aspirar el asombro de lo desconocido
.
¿Qué resta hoy de aquel tiempo? Una rancia foto de juventud, de dos cuerpos desnudos junto al río, cuando desoían el eco de la voz que les reclamaba para escuchar sólo un viento suave, la cortina de agua sobre las hojas y el chapoteo de sus pies en el agua. Después, agotados por la algarabía y extraviados en la noche, el sueño acostumbraba a encontrarles a varias leguas de casa, mientras procuraban ahuyentar el miedo entre los mínimos abrazos de amor que la edad les permitía.

Cuando desde varias leguas les alcanzaba la lluvia, el desamparo de sus cuerpos era prohijado por el agua, que cubría la tierra hasta ocultar el rastro de las piedras en la senda. Entonces brotaban las urgencias, se desataban sus labios humedecidos. Pasado el temor y ante la realidad levísima, un clamor de voces alcanzaba la cercanía, aquellas que les llamaban sin apenas conocer sus nombres.

Pero ellos optaban por alejarse de sus ecos para correr hacia la cañada y asilarse en el farallón que habían alzado para esconder sus juegos prohibidos en los días de plenilunio. Semejaba una torre en el desierto: el suelo de cáñamo acogía las canciones de navíos y bucaneros; la azotea rezumaba calor con su presencia; la primera piedra era del país que les albergaba; los peldaños de la escalera que conducía a sus secretos surgieron de tantas horas vividas juntos; al fin, una veleta vertical a la tierra que dispusieron al viento cada día.

En aquel refugio supieron que el tiempo no existía, pues sus cuerpos desnudos resultaban invisibles y nadie les conturbaba. En él permanecieron hasta que la brisa de bonanza anunció una melodía. Pero volvieron las lluvias.

. . . . . . . . . . .

Él regresó muchos años después, ante otros gestos y frente a otros rostros, cuando ya era tarde y su cuerpo había asumido que la madurez no resultaba más que un naufragio de pasiones que se deslizaban por las hombreras de su chaqueta de cuadros. Entonces los rumores de Sinatra no olieron a hierba húmeda en la pradera, ni a Whitman, ni a él mismo, porque ya era imposible recobrar los ecos de aquellos domingos de party con meriendas de amor y chocolate.

Una brisa de olvido alcanzó la ventana cuando sonaron los primeros acordes de ‘Once upon a time’; de nuevo el viejo Sinatra procuraba inútilmente la melancolía. Lo susurraba entre el viento, similar al que muchos años antes había esparcido por el campo su inocencia. Cesada la canción, la lluvia alcanzó a la ciudad, que se convirtió en un mar plagado de istmos sin nombre. En aquella tarde de domingo se despidió una a una, acaso para siempre, de las voces, de los ecos de su tiempo de cerezas, tantos años después de la distancia.